¡Encadenemos los libros!

9 noviembre 1977


Ilustración G. Guinea
  Algo que todavía yo no acabo de comprender, a la altura del año 1977 en que vivimos, casi culminando la carrera del siglo XX, y cuando hemos pensado, quizás con excesivo optimismo, que somos ya un pueblo maduro, consciente y culto (al menos ya no analfabeto) como tanto se pregona, es que el latrocinio de las cosas más inexplicables sigue aún vigente, gordo y espléndido. Ya sé que en muchos casos robar es una enfermedad, una pasión o un impulso que la humanidad arrastra consigo, como una reminiscencia ancestral que tenía sus raíces en el hambre o la necesidad. Y que esta tendencia, a veces al parecer irreprimible, da nombre específico a quienes se sienten arrastrados a ella. El cleptómano, y su vicio, la cleptomanía, se incluyen, dice el diccionario, dentro de los síntomas obsesivos, e implica, por tanto, una lucha penosa entre dos tendencias contradictorias: por una parte el impulso al robo, y por otra, la repugnancia moral con que el enfermo lo considera. Es pues un impulso patológico de apoderarse de objetos ajenos.

  Yo comprendo, cómo no, si el cleptómano es un enfermo, su irresistible ansiedad, y le disculpo si así le ocurre. Pero a mi me parece que, o hay por ahí un número incalculable de cleptómanos, o lo que pasa es que abunda la gente que, sin ser cleptómanos, carecen de la menor dosis de solidaridad, de falta absoluta de conciencia social, y que, en el fondo, son unos tranquilos egoístas para quien “después de mí, el diluvio”.

  Y digo todo esto porque –y eso lo saben muy bien los bibliotecarios y los libreros- parece que está a la orden del día el robar libros, o incluso parte de libros, pues todos Ustedes habrán tenido ocasión de comprobarlo; se llevan de las bibliotecas las láminas, las fotografías, trozos de hojas, hojas enteras, destrozando así el valor de los volúmenes, que es su totalidad.

  Tampoco sé si estos ladrones de libros, calibran suficientemente su responsabilidad, que es enorme. Las bibliotecas son un bien social, están constituidas para aprovechamiento de todo el mundo, y fundamentalmente para el servicio de quienes por falta de medios no pueden adquirir los libros que necesitan. Se crean para facilidad del estudiante, del investigador, y se destinan no sólo a esta generación, sino a todas las que vengan en cientos y cientos de años. Robar así un libro es robar las posibilidades de cultura que tienen las gentes, que tenemos todos, y que es un derecho que no puede violarse en nombre de ningún beneficio personal o individual. Porque además, los libros se agotan, y una obra agotada y robada es imposible ya reemplazarla.

  Por esta manía egoísta de algunos, las bibliotecas van pareciendo más cárceles que lugares de trabajo y libertad. Los libros se cierran, prácticamente se precintan; para leer hay que hacer fichas, presentar carnets, dejar fuera cuadernos, abrigos y hasta zapatos. Leer un libro, en una biblioteca pública o específica, va teniendo cada vez más dificultades. El valor del contacto directo del lector con el libro, hojeándole, mirando el índice, ya no es posible. Le vigilan a uno como si se tratase de un presunto criminal, y el lector se siente incómodo sin posibilidad de concentración, con deseos de terminar, de irse, de no volver. Y todo esto es sólo consecuencia de la falta de confianza que para el vigilante de una biblioteca tiene cualquier persona que en ésta entra. Porque, aunque nadie tiene cara de robar libros, estos desaparecen. Yo recuerdo cuando trabajaba en la biblioteca del Instituto Germánico de Arqueología hace ya algunos años. Allí todo estaba a nuestro alcance, cogíamos nosotros los libros, uno, diez, doce, los necesarios. Y nadie se llevaba nada.

  ¿Por qué los españoles tenemos las manos tan largas, la conciencia tan amplia y la vergüenza tan reducida? De seguir con esta mala costumbre, no será extraño que tengamos que volver a resucitar lo que prescribían las actas de la congregación benedictina de Valladolid, en el siglo XVI, que decían “Y mandamos a todos los prelados cuyas casas tuvieren libros los pongan con sus cadenas en las librerías”. Así, como si cada volumen fuese un condenado a galeras, y para que no se escapen(90).


(90) Nota actual: Esta manifiesta manía de robar libros,  que ya en el siglo XVI obligó a encadenarlos, no creo que se haya erradicado. Tal vez este siglo XXI acabe con ella, lo que sería un avance en honradez, digno de ser alabado, pero en el XX que yo viví, vergonzoso era comprobar la cantidad de hojas, sobre todo láminas, que habían sido arrancadas.

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