Introducción

  Antes que nada, querido lector, quiero que sepas el por qué me he decidido a publicar el libro que tienes entre tus manos. Y por eso, para que comprendas las razones que a ello me movieron, te ruego encarecidamente que no dejes de leer, antes del grueso de mis charlas de 1975 a 1978 –años de la transición pre-constitucional-, este introito que las explica, así como las necesarias notas que al pie de muchas he estimado apostillar en este presente año de 2011.

  Han pasado 36 años, desde que Francisco Ignacio de Cáceres –catedrático, periodista y director entonces de Radio Nacional de España en Santander- me llamase un día para invitarme a colaborar en una especial emisión que quiso titular Varia cultural: Artes y Letras. La idea me pareció excelente, porque a mi entender era muy necesario transmitir al pueblo, sobre todo al montañés al que iba dirigido, los pros y los contras que yo veía en lo cultural y lo educativo que debía de alabar o corregir –por mi cargo de Consejero Provincial de Bella Artes. Asentí pues con gusto el poder dirigirme todas las semanas, los miércoles a la una de la tarde – eso sí, tan sólo 10-20 minutos- a quienes estuviesen interesados en conocer lo que yo quisiera exponerles sobre la marcha puntual de nuestra cultura regional.

  De hecho, no fueron muchos los acontecimientos culturales destacados en estos primeros cuatro años de la transición postfranquista. En estas fechas, precisamente, la situación política –tan insegura e inestable como preocupante- ocupaba la mayor parte del interés de los montañeses, y la misma clase política gobernante vivía casi obsesionada por su propia inseguridad, por lo que los problemas culturales pasaron a ocupar un muy incierto puesto en el escalafón de sus obligadas inquietudes humanísticas.

  Desgraciadamente, y pocos meses antes de la muerte del Generalísimo, el esperado cambio, se estrenó en Cantabria con un suceso francamente negativo para nuestra cultura provincial. La Institución Cultural de Cantabria, que había sido fundada en 1967 por el presidente de la Diputación santanderina, Pedro Escalante, y que en estos momentos transitivos (año 1975) estaba en el más culminante y envidiable apogeo, se vino abajo estrepitosamente, con la destitución de su director que fue, desde su fundación, quien esto escribe.

  El otro hecho cultural más destacado en estos cuatro años de mis charlas -1975/1978- (y esta vez bien positivo), fue la llegada en 1977 a nuestra Universidad de Santander (hoy de Cantabria, UC) de la ansiada y de tiempo muy esperada Facultad de Filosofía y Letras, Sección de Geografía e Historia, y a la que yo contribuí muy directamente. Así se consiguió que la exclusiva dirección científico-técnica de nuestra más alta entidad didáctica, creada en años anteriores, se equilibrase con otra más humanística dedicada al estudio histórico y analítico de las creaciones y pensamientos individuales.

  Salvo estos dos sucesos tan contrarios, que resaltaron en estos cuatro años, no hubo que reseñar ningún acontecimiento cultural destacado; eran pocos años para poder estimar lo que podía venir después del 27 de diciembre de 1978, cuando fue la Constitución sancionada por el rey, y a la que yo no pude llegar a comentar porque –por mágica casualidad- al tiempo que nacía la Constitución moría Varia Cultural: Artes y Letras, precisamente este 27 de diciembre, con una charla ajena a la misma y un título: Más fantasía y menos cretinismo. Tenía ya preparada la del 3 de enero de 1979, en la que, como despedida del año 78, hacía un comentario sobre la reducida vida cultural en sus doce meses transcurridos, y, siempre esperanzado, pedía que el recién nacido 1979 nos trajese un panorama más optimista que el que nos había dejado el que acababa de morir.

  En todas mis charlas –las que ahora publico y las pocas que no logré conservar, ya que entonces jamás pensé en editarlas- nunca pretendí descubrir el Mediterráneo. Muy brevemente -pues los pocos minutos concedidos a mi intervención me obligaban a resúmenes casi telegráficos- trataba de plantear a mis radioyentes, ciudadanos y aldeanos, unos humildes y sencillos bocetos de convivencia, educación y cultura, o de conocimiento y valoración de nuestros monumentos y bienes culturales. No excluía hacer comparaciones con lo que se hacía en otras provincias limítrofes, con objeto de animar a nuestros políticos a no dormirse en los laureles que nos dejó Menéndez Pelayo, ya que, desde entonces habían pasado más de cien años…   

  Una advertencia que quiero hacerte, querido lector, es que tengas siempre presente al leerlas, que estas charlas estaban dirigidas a una sociedad de hace treinta y cinco años que, aunque se parecía a la actual, y ya tenía los defectos inherentes a la especie humana –y que a veces intento comentar- estaba técnicamente más atrasada, ya que apenas le había llegado el boom mundial de las comunicaciones (televisión, electrónica, microchips, ordenadores, etc.) que ha permitido, a partir sobre todo de los años 80, el aumento significativo de las relaciones humanas internacionales, pero también la conciencia de la explotación de los recursos naturales de la Tierra, y sus consecuencias para la continuidad de la vida del planeta y del hombre.

  Este extraordinario progreso técnico, capaz de explicar muchos de los misterios que antes podían resolver las religiones, ha empapado de escepticismo a nuestra sociedad occidental con el resultado de una general pérdida de valores que favorecían la imprescindible convivencia, que, hundida en un feroz materialismo, está llegando, al menos en esta España desconcertada, a extremos de deshumanización e incoherencia absolutamente inadmisibles.

  En estas mis charlas de hace 36 años ya constataba lo que empezaba a suceder y, por ello, se iniciaba en mí una triste desesperanza que sigue día a día desarrollándose. Esta melancólica actitud no nace de mi substrato emocional, siempre proclive al optimismo, sino que me viene impuesta por una realidad, imposible de enmascarar, de cómo la mentira, la superchería y la maldad van sustituyendo al viejo sentido de lo moral, de la honradez y de la verdad que siempre han sido, y serán, las bases fundamentales del buen gobierno que aspire a lograr el más justo y positivo convivir de sus súbditos.

  También si te paras, lector, a analizar mis opiniones sobre algunos aspectos políticos, vibrantes en esos años de transición, como eran la cuestión de las autonomías, apreciarás que la separación de Cantabria de Castilla y León, siempre fue por mí repetidamente criticada y, visto lo visto, creo que sigo pensando que la unión hace la fuerza y la desunión, los reinos de Taifas; naturalmente con las consiguientes consecuencias; consecuencias que aún están por ver, porque pienso que el gran problema de las autonomías , el de si éstas podrán o no ser asimiladas dentro del “protoplasma” constitucional de la unidad de España, no parece aún estar resuelto, pues el tiempo transcurrido desde su existencia y las diferencias injustas que entre ellas ya se están dando no augura un panorama proclive a buenas esperanzas.

  Los temas que, en general, yo trato, surgen de la obligada defensa del patrimonio monumental, artístico y natural, que como consejero provincial de Bellas Artes tenía encomendado, y que en esos años de transición era muy fuertemente atacado. Dado que, desde la década del sesenta, el progreso del turismo, provocó acciones, sobre todo en la costa, verdaderamente nefastas (la playa Salvé, de Laredo, por ejemplo) y que eran aprobadas por los ayuntamientos, sin previo aviso a la consejería afectada, me llevó a clamar, una veces al pueblo, y otras a los alcaldes, a fin de crear una conciencia de aplicación de las leyes, que parecían no tenerse en cuenta.

  El lector actual de 2011, creerá, tal vez, que mis comentarios son quizá demasiado pesimistas y hasta a veces demoledores, pero realmente son consecuencia de un sentido crítico aplicado a una sociedad, la democrática, que era alabada exageradamente por los políticos de turno como el gobierno del “todo va bien”, en contraposición al régimen franquista que era juzgado como “de todo fue mal”. En estos años de transición que empieza con la muerte de Franco (1975) y acaba con la Constitución de diciembre de 1978, ya se advierte en ésta resquicios por donde colarse la desmembración de la unidad de España, que tanto ansiaban los grupúsculos nacionalistas a los que el último gobierno socialista de Rodríguez Zapatero no deja de mimar, provocando conscientemente heridas peligrosísimas a la Constitución.

  Otros temas desenvueltos en mis charlas, aparte de los políticos, afectan al perfeccionamiento de la sociedad, en cuanto mis juicios sobre la convivencia humana no pueden admitir el que en nombre de desbocados materialismos se intenten desvanecer de nuestra conciencia principios y valores que han contribuido a asegurar y reforzar las siempre difíciles relaciones pacíficas entre los hombres.

  Y aunque no me atrevo a incluirme en la clase “intelectual”, como lo hacen otros en firmas colectivas con mucha menos razón que yo para así llamarse, demuestro en mis charlas, en todas ellas, un respeto absoluto por la moral como principio imprescindible en una sociedad organizada y justa. Tomo como base, algo que inexplicablemente estaba siendo eliminado por las “conveniencias”, el ya casi extinto sentido común, y salgo al paso, en evidente compromiso, de situaciones que no auguraban un porvenir tranquilo al nuevo orden que pretendía instalarse.

  En lo cultural, ya muy desde el principio, en esos cuatro años de mis charlas -1975 a 1978- se notó una bajada consciente de la educación formalista, por un equivocado uso de la libertad que tanto se anhelaba, y un vocabulario soez se fue haciendo normal en lugares antes respetados, prensa, televisión, Universidad, etc., como si fuese la primera conquista del pueblo. Con ello se instauró una base social hortera que parecía imponerse a lo selecto. Predominaban los políticos descorbatados, que hacían valer sus camisas abiertas, como símbolo de la clase trabajadora, y ello en un paripé engañoso y propagandístico, que debió de dar buen resultado.

  Mis charlas, no llegan a entrar en la política posterior de la democracia, pero sí, son expresivas de un ambiente inicial nada halagüeño, en una sociedad en la que no todos creíamos en la perfección de la Constitución, y desde luego resultan interesantes para los futuros historiadores que pretendan conocer el ambiente confuso e inseguro de los cuatro primeros años de la transición política, que sucede poco antes y después de la muerte del general Franco. Hay hechos que no han quedado claros, porque sobre ellos, desde el principio, hubo un deseo manifiesto de evitar que transcendiera el verdadero meollo, confuso e injusto, que les originó.

  Uno de ellos fue el “golpe” dado a la Institución Cultural de Cantabria. Yo fui testigo y víctima fundamental del vergonzoso acontecimiento. Mi destitución como director de la misma, se produjo sin que nadie me avisase, de repente, y sin que el presidente de la Diputación, como presidente que era también de la Institución, tuviese la mínima delicadeza de advertirme previamente de mis “culpas”; cosa inverosímil, porque fui castigado, sin indicarme las razones –las más elementales- para prescindir de mi trabajo que, para más inri, era totalmente gratuito. ¿De qué se me acusaba? ¿Qué “irregularidades” había? Cuando yo le exigí al presidente que las expusiese públicamente ante todos los consejeros; su respuesta fue claramente evasiva: “Eso –dijo- lo diré yo en mi despacho”.

  Su contestación cerraba la posibilidad de mi defensa y abría la seguridad de la intervención de alguno –o algunos- de los consejeros que nunca habían aceptado –aunque sí aprovechado- la creación de la Institución, ni desde luego mi dirección en la misma, al creerse posiblemente postergados. La decisión del presidente estuvo pues tomada sin necesidad de consultar al condenado, que quedó totalmente indefenso y en manos de sus enemigos conjurados, entre los cuales estaba indudablemente, el propio presidente.

  Todo ello pasó hace treinta y cinco años, aproximadamente. Oficialmente ya prescribió, pero para mí la cosa sigue vigente y no se me ha olvidado, porque ante la gente yo podría ser un ladrón, un farsante o un irresponsable. Ya no valía nada el haber llevado a la Institución a niveles que nadie hubiese imaginado. Para nada servía que nunca la Diputación hubiese conseguido una explosión cultural semejante, llevada a cabo por jóvenes entusiasmados, que procedían del pueblo, y que sabían muy bien lo que hacían, pero que, en vez de animarles, se les castigó con una inesperada desilusión y a un apartamiento anticultural que no tardó mucho en acabar con la Institución, porque eran ellos el motor de la misma.

  Para más recochineo, se atrevieron los conjurados a suprimir uno de los institutos más necesarios, el de Arte Juan de Herrera, el que dirigía el Museo, cosa que venía a asegurar la inquina con la que se modificaron los estatutos, y la animadversión irracional que los conspiradores tenían al director de la Institución. Nunca dijeron las quejas y las razones que les movían a decapitar un ordenamiento perfectamente establecido.

  No tuvieron valor, pero sí osadía y atrevimiento, para ejecutar un acto totalmente impropio de personas cultas e ilustradas. Se encubrieron con el silencio y dada la inestabilidad política que la enfermedad de Franco provocó en la clase dirigente, ésta se vio afectada por un nerviosismo bastante ostensible en relación con su futuro, y no era raro apercibir en ella, algunas muecas democráticas.

  Tal vez (y esto es puramente suposición mía), el presidente de la Diputación de este momento, viese que una manera de congraciarse con el régimen que pudiese llegar era hacer una concesión a un régimen democrático posible. En el consejo de la Institución, entre intelectuales, personas elegidas por su reconocida importancia, diputados, miembros del Centro de Estudios Montañeses, etc., sin duda había individuos con ideales socialistas y de izquierda, y otros, los más, conservadores.

  Yo, como nunca pregunté cuáles eran sus inclinaciones políticas, ni cuando se les nombró, ni menos en estos momentos proclives a cambiar de simpatías, sólo me enteré de sus ideas políticas cuando ellos mismos las manifestaban. Evidentemente, ni el presidente fundador de la Institución, el falangista Escalante, en el año 1967, año en el que todavía el régimen franquista era fuerte, ni yo, tuvimos en cuenta los credos políticos que tenían los nombrados.

  La institución estaba en la fecha de su ruptura (1975), en su mejor momento de expansión, pero ocurrida la crisis, y ante la negativa de mis alumnos a trabajar con la nueva directiva, prescindimos de la Institución, y seguimos faenando en el Seminario y en nuestro Instituto, y cuando llegó mi jubilación del museo en 1987, trasladamos el Instituto de Prehistoria y Arqueología a un piso de la calle de Santa Lucía, donde seguí laborando con alumnos veteranos del seminario y otros nuevos procedentes de la Facultad de Letras, naturalmente sin ninguna subvención para excavaciones de la Diputación, y sí con las que nos proporcionaba la Consejería de Cultura del Gobierno Regional, para algunas excavaciones (Camesa Rebolledo, San Fructuoso de la Miña, Cualventi, sobre todo).

  Mientras, algunos Institutos adscritos a la Institución, mantuvieron algún tiempo esta anexión, como el de Etnografía y Folklore y el Centro de Estudios Montañeses; otros desaparecieron rápidamente, y murieron sus revistas o anales, como el Instituto de Estudios Marítimos-Pesqueros o el de Estudios Industriales, Económicos y de Ciencias.

  El historiador actual, que ya tiene que afinar en el relato de los acontecimientos y no sólo exponer el resultado de ellos, se ve obligado a tratar con detenimiento, si le es posible, cómo se ha ido fraguando dicho acontecimiento, es decir qué es lo que sucedió desde que se inician los primeros síntomas del hecho, hasta que éste queda cumplido. Es lo que Unamuno llama la intrahistoria, es decir, las causas, relaciones, personas implicadas, actuaciones y sucesos intermedios, etc., que dan lugar a la consecuencia definitiva. Vulgarmente, todo lo que responde a la pregunta ¿cómo sucedió?

  Por eso, como historiador, testigo y sufridor, tengo la obligación y el derecho de presentar mi verdad sobre lo ocurrido en la trama que originó la crisis y la desaparición prácticamente de la Institución Cultural de Cantabria, de la que fui su primer director. Que fue una confabulación para eliminarme de la misma, no cabe ninguna duda. Que hubo inmoralidad y embuste en las razones que expusieron, tampoco. ¿Estaba la Institución en fase decadente o en parálisis? En absoluto, al contrario, estaba en su apogeo, en un momento espléndido desde 1969, llena de alegría y contento. En todas las asambleas generales, anteriores a la crisis, después de mi exposición de actividades y publicaciones, la respuesta general de los consejeros, fue siempre objeto de admiración y respeto. ¿Por qué se cambió tan repentinamente de parecer? ¿Por qué en los nuevos estatutos – que tardaron en ser publicados dos años, en 1977, se afirmaba en el capítulo inicial o Moción (página 8) que “la Institución Cultural de Cantabria ha actuado ampliamente en el ámbito cultural, a través de la publicación de numerosos trabajos y revistas” reconociendo así una labor positiva y real que no podía acallarse, pero sí destrozarse, como se hizo? ¿Por qué no esperaron a que se iniciase una posible postración, y actuaron en el momento más inoportuno e injusto?

  Así, nadie podía creer lo que estaba sucediendo, fuera y dentro de la Diputación, y sobre todo el que hubiese seguido, aunque fuese superficialmente, las continuas actividades que tenía la Institución mientras yo la dirigí, encaminadas no sólo a la investigación científica, sino al pueblo innominado que disfrutaba de cursos públicos, conferencias, excursiones e incluso excavaciones arqueológicas.

  En fin, no quiero seguir exponiendo lo que sucedió y ya no tiene remedio, ni mencionar tampoco los nombres de quienes intervinieron, por aquello de que “se dice el pecado pero no el pecador”.

  Lo que sí quiero afirmar, como historiador responsable y testigo veraz que fui, en el caso de la crisis inexplicable de la Institución Cultural de Cantabria, en 1975- y que en realidad terminó con ella como unidad cultural-, no fue ni el deseo plausible de aumentar sus actividades, pues en eso estábamos los que las aumentábamos cada día, ni tampoco en esas inconcretas irregularidades, que suelen ser el comodín, cuando no se encuentran otras razones y se quieren ocultar las verdaderas, que yo, en este evento, afirmo que fueron: la envidia, el rencor, el resentimiento y el deseo enfermizo de ser el primero, defectos todos que perfectamente pueden ir unidos, pero que un hombre que se crea culto, inteligente y honesto, no puede utilizar.

  Y yo, lo único que quiero dejar bien claro es mi honorabilidad y honradez no sólo en mi trabajo en la Institución Cultural de Cantabria, sino también en el Museo de Prehistoria y Arqueología, en el que hice lo imposible por dignificarle. Y eso bien lo saben los jóvenes santanderinos que entonces contribuyeron a hacer de este museo un centro singular de cultura, abierto al pueblo, y a la investigación histórica y artística.

  Pero mi interés fundamental en publicar estos brochazos históricos ha sido la necesidad de “rellenar” muchos silencios que pretendieron acallar lo que verdaderamente sucedió, y evitar así que –sirviendo de ejemplo disuasorio- volviesen a repetirse actitudes anticulturales en los mismos Centros destinados a crear cultura.

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