31 mayo 1978
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Ilustración G. Guinea |
La Institución Cultural de Cantabria, dependiente de la Diputación santanderina, está haciendo aguas –mayores y menores- por todos los sitios, y como un barco escorado, parece que su sino próximo es el fondo del mar, es decir su práctica desaparición, porque, de nombre, puede haber muchas cosas, pero, de hecho, hay que demostrarlas, y lo que la Institución Cultural de Cantabria está demostrando, desde que se produjo aquel fatídico e injusto “golpe de estado” de 1975, movido por las pretensiones de un grupito de consejeros que todos conocemos, lo que la Institución demuestra, repito, es su incapacidad, no digo de igualar la situación que tenía en la fecha de la decapitación –que eso me parece difícil de conseguir con una base tan pobre y raquítica- sino de aparentar, aunque sólo sea por la mínima decencia, que las razones que se dieron para aquel cambio, que fueron, según se dijo “superar aún más la altura a que había llegado” (¡Qué magnífico deseo de engrandecer la Patria!), no eran tales razones, sino el triste triunfo de un puñado de pobres transformadores, para quienes, con tal de no ver y sentir junto a sí el éxito de otros, no vacilaron en cortar el desarrollo espléndido, y en su momento cumbre, de una Institución que se puso a la cabeza de las semejantes del país por el empeño y la ilusión de muchos jóvenes montañeses. Ya hemos visto los resultados de esta política: la incapacidad, la desunión, el nepotismo (prácticamente la Institución se ha convertido en la editora de libros de una familia), y, como traca final, las tarascadas de no citar a Consejo a consejeros que pudieran perturbar la línea de su predominio; eliminando institutos, como el de Estudios Jurídicos, que desde la fundación de la Institución estaba incluido en el bloque de los considerados necesarios y que tuvo siempre una actuación que demostró la necesidad de su existencia.
En el último Pleno General de la Institución –no se reunía este Pleno desde la misma fecha de la crisis, casi cuatro años (¡bello ejemplo de línea democrática!), el que esto os habla, abandonó la reunión, diciendo que lo hacía –y exigió constase en acta- por defecto de procedimiento y porque estaba resultando una vergüenza el modo con que se venía actuando.
Después ha venido la clara oposición en el seno del Consejo de aquella, y las facciones se han delimitado con claridad. Espero que por comentar todo esto que está sucediendo en el seno de la Institución Cultural de Cantabria (que por otra parte los periodistas, tan espectaculares en otras ocasiones, apenas han comentado), digo que espero que no haya expulsiones o defenestraciones, pues ciertamente el precedente ya lo tenemos, y muy próximo. Ahí es nada. Sepan Ustedes que el Centro de Estudios Montañeses, cuyo director es un clérigo, expulsó hace pocos días al Vicepresidente del mismo, Don Manuel Pereda de la Reguera, por haberse atrevido a disentir públicamente sobre ciertas interpretaciones en relación con la historia de Cantabria cuyas fuentes parece que -se decía- venían de dos miembros del Centro de Estudios Montañeses. Y por ello, por malo, por díscolo, y por haber puesto en evidencia un criterio propio y el desconocimiento del ajeno, el Sr. Pereda no sólo fue amonestado, sino que –según se me ha dicho- se le sugirió que tal vez podía arreglarse la cuestión con una alabanza pública a los que él había encartado. Como esto no se aceptó, el resultado fue, poco más o menos, el de un oficial extrañamiento. ¡Menos mal que se conformaron con la expulsión y no pasaron a palabras mayores, pues si –por eso que lo preside un cura y por eso de ser histórico el Centro- les da por resucitar la Inquisición, habría que ver el espectáculo de un auto de fe, a estas alturas democráticas, en la calle de Juan de la Cosa de la ciudad cántabra de Santander!
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