07 junio 1978
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Ilustración G. Guinea |
La ecología está siendo una preocupación cada vez más generalizada. No ya sólo entra dentro del interés de una minoría, sino que –ante el peligro que representa la destrucción del medio ambiente- se va extendiendo a estratos sociales que antes no parecían ser conscientes del hecho. Parece indudable que, si la sociedad consumista sigue en la misma línea de ataque a los bienes de la naturaleza, contaminando atmósferas, aguas y tierras, no tardando mucho terminaremos por convertir nuestro planeta en inhabitable. El ansia de confort, la todavía reminiscencia simiesca de coger cosas, y el hacer de la vida un simple juego, encaminado al egoísmo individual y momentáneo, nos están llevando a explotar descompasadamente nuestros recursos naturales, a tratarles abusivamente, provocando su excesiva producción por medios nada recomendables a la larga, como los abonos, insecticidas y otros productos peligrosos. Igualmente, caso de nuestra provincia, la necesidad de obtener materia prima para las fábricas, obliga a sustituir la flora y el bosque natural por especies importadas y nada recomendables como el eucaliptus. Cuando leo algunos libros montañeses –Pereda por ejemplo- y veo citados los tupidos castañares, que hace años invadían nuestros pequeños valles y laderas, y que todavía llegamos casi a conocer, no podemos menos de lamentar la desaparición casi total de estos bellos árboles que fueron en su tiempo típicos y característicos de la Montaña. Algo así como lo que debieron de ser, en épocas más lejanas, los robles y las encinas y que ahora en los valles bajos de nuestra provincia, prácticamente han desaparecido. Aún, como testimonio de ellos, nos quedan algunas robledas, como la Lera de San Martín de Toranzo, junto al río Pas, que ofrece magníficos ejemplares de robles, en un paisaje que pronto nos hace pensar en los ritos vegetativos de nuestros viejos pueblos cántabros. ¡Pero qué poco cuidado hemos tenido en conservar nuestra riqueza forestal, nuestro patrimonio paisajístico! Todavía, hace dos o tres años –parece increíble- hubo una oposición casi colectiva a que se declarasen como paisaje protegido nuestros Picos de Europa. Todavía hoy, a pesar de nuestro exasperado histerismo regionalista, pocas voces se escuchan que quieran protestar de la contaminación de los ríos, de los cortes abusivos de los bosques, de la pérdida de nuestra riqueza folklórica. Todo lo que se hace, cuando más, es aprovechar circunstancialmente estas ansias ecologistas para hacerlas colaboradoras de una política cuyos fines están más allá, y al margen, de la verdadera defensa de nuestro ambiente. Como éste, también las conciencias están contaminadas, y ya no sabemos si respiramos verdad o falsedad oportunista, si estamos ante gentes limpias o ante disfrazados energúmenos. La ecología es la obligada defensa de la vida futura, porque si nos cargamos la posibilidad de respirar, de beber aguas puras, de sentir junto a nosotros fructificar y vivir a los árboles, ¿qué clase de libertad nos espera? Es gracioso oír hablar machaconamente de libertad, como la panacea de todas nuestras incapacidades, y darnos cuenta, una y otra vez, aquí y allá, que con esta disculpa estamos perdiendo las verdaderas libertades elementales: respirar, disfrutar del agua limpia, del árbol, del campo prostituido, de esa libertad que -¡oh, progreso!- tenía sin límite el hombre más o menos feliz del neolítico.
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