08 febrero 1978
![]() |
Ilustración G. Guinea |
La ciudad de Santander, la capital de la Montaña, la vieja villa que surgió un día ya muy lejano –ya vamos para 2000 años de nuestra existencia- como un pequeño asentamiento portuario de los romanos en San Martín y la Magdalena, donde se han hallado restos arqueológicos que así lo atestiguan, y que durante la Edad Media fue ampliándose alrededor del monasterio de los santos Emeterio y Celedonio y de su castillo de San Felipe, no es, desgraciadamente, una población con muchos restos de su antiguo pasado. Por fas o por nefas, por razones unas veces conocidas (nuestros desgraciados incendios) y otras inexplicables, artística, arquitectónica y urbanísticamente, Santander es una ciudad que ha perdido muchos de los nexos con su pretérito y se nos aparece con aires y aspectos modernos, casi recientes, en todo el trazado de su plano, desde el Sardinero hasta Valdecilla y desde el puerto hasta Cueto. La vieja puebla, ha desaparecido casi totalmente, de manera que somos una de las ciudades españolas que menos podemos ofrecer al turista en el aspecto monumental o histórico.
Por esta misma razón, lo poquísimo que nos queda de especial ambiente histórico o artístico, deberíamos de cuidarlo como a las niñas de nuestros ojos, y lo mismo que se suscitan campañas para la salud de nuestra vista (¡sólo tenemos unos ojos para toda la vida!) tendríamos los santanderinos que inventarnos un slogan para la protección de nuestros residuales recuerdos arquitectónicos. Algo así como ¡No hay más iglesias medievales que la del Cristo! o ¡Sólo tenemos unas ruinas nobles: las de Pronillo! Otras ciudades castellanas, como Palencia, Burgos, Salamanca, Segovia, etc., pueden permitirse el lujo (aunque no se lo permiten) de dejar caer una iglesia románica o plateresca, porque tienen docenas, o de modificar o estropear una casona porque conservan palacios por todas partes. Pero nosotros creo que ya hemos destrozado bastante, con culpa o sin ella –no me gusta concretar ni señalar a nadie- puesto que las catástrofes no son imputables y la destrucción de nuestro patrimonio lo es colectivamente-; digo que nosotros, los santanderinos, ya hemos sufrido bastante la piqueta demoledora, desde hace siglos, para que sigamos cruzándonos de brazos y seamos testigos impasibles de la posible desaparición de los pocos restos que nos quedan.
Y estos, son tan escasos, que se pueden contar con los dedos de una mano. De más antiguo a más moderno, pero siempre dignos de protegerse por sintetizar el carácter urbanístico y monumental de nuestra ciudad, hemos de señalar como algo que debe de ser intocable, protegido en su ambiente y en su entorno, y en la propia estructura de sus alzados, los siguientes monumentos: la iglesia subterránea del Cristo, un bellísmo ejemplar de la arquitectura transicional del románico al gótico, verdadero islote de emanaciones medievales en sus recogidas naves y bóvedas de crucería; la catedral, que aunque muy reformada, conserva todavía ese algo emocional que atestigua que Santander tiene un pasado lejano en donde asirse; las ruinas del palacio de los Villatorre, en Pronillo, con sus defensas almenadas y esquinadas de cubos, su puerta monumental con su escudo y su casona solariega de recio porte; las iglesias de la Compañía, de la Concepción; el paseo de Pereda, testimonio de la época de los últimos veleros; la calle de Burgos, con sus pasadizos y sus rúas próximas; el mercado de frente a la Diputación; el Hospital de San Rafael, los arcos de Botín; el conjunto residencial del paseo de Reina Victoria, y poco más. Todo ello podía encerrarse en un perímetro bien concreto que estamos obligados a defender si no queremos por una parte borrar nuestro pasado y por otra convertir a nuestra ciudad en algo anodino, sin carácter y sin arraigo.
Sabemos que muchos de estos nuestros recuerdos monumentales o urbanísticos no pueden, a nivel nacional, ser protegidos con una declaración de este carácter, puesto que, comparados con otros monumentos (catedrales góticas, castillos históricos, iglesias románicas, etc.) no llegan al nivel de la importancia de estos. Pero, ahora que hablamos tanto de lo nuestro y de nuestras peculiaridades regionales, evidente es que quienes debemos valorarles somos los santanderinos, por pertenecer a nuestra historia, y declararles monumentos provinciales o locales, que eso bien que podemos, aunque por la experiencia de que ninguno está declarado así, más parece que nos inhibimos de responsabilidades que nos interesamos verdaderamente por su permanencia. Yo presto y cedo a los partidos políticos –de derechas y de izquierda, de centro y de semicentro- este tema de la defensa real y fáctica de nuestro urbanismo, histórico y monumental. Ahora ya se puede decir todo, y se puede públicamente protestar en común de cualquier desaguisado estético, ambiental o destructivo que se haga a los pocos monumentos artísticos que tenemos, y a nuestros reducidos ambientes urbanísticos de interés histórico que aún permanecen. La opinión ahora es libre, la prensa está abierta, y mucho mejor pueden defender los grupos con fuerza en la opinión, que las voces aisladas que tantas veces claman en el desierto. Es un reto pues a los partidos políticos. De ahora en adelante no deberán permitir –si es que de verdad les interesa la conservación de nuestro patrimonio- que se toque uno solo de los edificios o conjuntos monumentales (ya hemos visto que son muy pocos) que hacen de Santander la ciudad que todos deseamos conservar, aunque para ello se tengan que violentar muchos beneficios económicos, claro está(99).
(99) Nota actual: La verdad es que, pasados treinta años desde esta charla, muchos de los bienes monumentales que señalábamos, han recibido el nombramiento de Bien cultural, y ya se encuentran protegidos. No es poco poder afirmar, en este caso, que tanto los alcaldes como los Consejeros de Cultura, se han portado. Ahora, a respetarlos.
0 comentarios:
Publicar un comentario