15 febrero 1978
Yo leo muy a menudo el Quijote. Quizás sea esto ya inaudito y retrógrado, algo pasado y demodé, pero, lo sea o no –esto es siempre la gloria de mi libertad ajena a los forzados esnobismos- yo acudo al libro de Cervantes por muchas razones. Una de ellas, porque sigue siendo –después de cuatro siglos de su inventiva- la obra más genial de la literatura española en cuanto a concepción y reacciones del alma humana; más inocente y bondadosa cuando trata de juzgar los defectos y los vicios de las personas; más incisiva y profunda al descubrir y poner en evidencia el ser complicado y difícil de cada personaje; más profusa y gigantesca cuando exprime el lenguaje hasta más allá de los límites naturales del mismo. Porque nadie ha conseguido componer el castellano con el desbordamiento de vocablos y con la precisión magistral de ellos que Cervantes utiliza. El Quijote es un espléndido manjar que hay que ingerir muy poco a poco, paladeando frase a frase, analizando los nombres y los adjetivos, incluso hasta las mismas preposiciones y adverbios, porque las oraciones son como una pieza perfecta, una especie de arquitectura griega en donde todo está medido, engarzado, ensamblado de tal manera, que el arte se consigue por los compromisos de todas las partes. Nada es posible añadir y nada hace falta quitar. Y eso a lo largo de capítulos y capítulos; no es una joya pequeña que se trabaja con la minuciosidad que permite su reducido tamaño, sino todo un universo milagrosamente creado con la misma sencillez y naturalidad que una salida de sol o un pensamiento. Cervantes no ejerce sobre el lector la más mínima presión para hacerle sentir que lee. Cervantes a fuerza de fluir y fluir sus corrientes, como un río potente y torrencial, arrastra, inunda y sumerge, y uno se llega a sentir protagonista, engarzado con el empuje, y hasta asombrado y temeroso de adonde van a llegar sus pensamientos. Cervantes habla y habla, siempre con una razón y un equilibrio que admira, rizando el rizo de sus imaginaciones y de sus filosofías, tan humildemente expuestas, tan sanamente concebidas que parece no hacer más que abrir todos los caminos y todas las posibilidades que un ser vulgar y normal tiene cerradas y aprisionadas, concebidas pero ocultas y que, como por arte de magia, se van clarificando sin, al parecer, el mínimo esfuerzo.
Pero el Quijote es el breviario de las verdades del mundo, y de las tristezas, desengaños y pobredades del hombre. Y a pesar de su respeto a las debilidades, y su falta absoluta de resentimiento, Cervantes estima y ejerce la moral, sin un solo improperio deslenguado y hostil. Mucho debemos todos de aprender de esta actitud que parece conocer el mundo profundamente, pero que tiene perspectiva aérea cuando le juzga, para estar sobre él sin casi turbarle. Jamás hiere, ni se excita, pero en su sutileza extremadamente elegante, se nota que le afectan las maldades de los hombres, que las ha sufrido muy directamente y en su carne, que ha sentido los zarpazos de la vileza, de la envidia y de la pobreza de los espíritus miserables. Repetidamente habla de la envidia, mal ruinoso y desde siempre de los españoles, que él hace general a toda la especie humana. “A pesar de la envidia y de la malicia del mundo”, dice en el capítulo XLII del tomo II. Y en el anterior se muestra más duro con los envidiosos encantadores: “Esta raza maldita –afirma- nacida en el mundo para oscurecer y aniquilar las hazañas de los buenos”. Cervantes era uno de estos últimos, un hombre bueno, porque difícilmente hubiese sido un genio, acosado por las pasiones destempladas de las pobrezas de espíritu. Cervantes fue siempre, a pesar de sus fracasos materiales, un señor, un hidalgo melancólico, soñador y escéptico, en relación con la nobleza del hombre. Su ser íntimo es el mismo del personaje que crea. Refiriéndose a su pluma, que es, de hecho, referirse a sí mismo, dijo: “Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir”.
Es lamentable que un pueblo que engendró al Quijote no haya sacado más partido, tanto de sus enseñanzas como de su enorme desconsuelo. Y que en vez de seguir la senda de ese honor que yo llamo verdad, idealismo, deseo de bien y hermandad con el hombre (al fin y al cabo una apoteosis del pensamiento cristiano) hayamos caído tan bajo al hundirnos en la vulgaridad, la chabacanería y la falta de algo que logre engrandecer nuestras miserias(100).
(100) Nota actual:Charla aplicable en todos los tiempos.
0 comentarios:
Publicar un comentario