22 marzo 1978
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Ilustración G. Guinea |
Parece obligado, en estos días de Semana Santa, hablar de unas conmemoraciones religiosas que estaban arraigadas en el pueblo español desde hace cientos de años y que, durante los siglos XVII-XVIIII, sobre todo, formaron parte en gran medida de la cultura y del sentir de nuestra sociedad, empeñada en esa empresa, un poco terca, de la contrarreforma. Que los desfiles procesionales habían calado hondo en el alma del español de la calle, y no fueron sólo un rito montado desde las alturas eclesiásticas, es algo que no puede discutirse. La Semana Santa se vivía en pleno, se planteaba como una tradición y un empeño, que desbordaba incluso los límites de las creencias, y venía a ser un apellido español igual que podía serlo la guerra contra el turco y la colonización de América. Nuestro mejor arte escultórico, se hizo prácticamente para los desfiles procesionales. Figuras de primerísima categoría como Juan de Juni, Gregorio Fernández, Salcillo, etc., no sólo no desdeñaron el poner su gubia al servicio de los “pasos”, sino que consiguieron en ellos sus más destacadas obras. Las cofradías, eran toda una organización en la que participaban todas las clases sociales y significaba una vivencia colectiva de la que nadie se apartaba.
Pero los tiempos pasan. Nuevos criterios y distintas filosofías, pensamientos y sensibilidades, van ocupando ámbitos que antes llenaban la tradición y las creencias, y un tono de similares reacciones se va extendiendo por todo el mundo, igualando aspiraciones y modos de vida. Y en este escenario de incredulidades, materialismo, asperezas y frialdades religiosas; en un siglo de desmitificaciones y de orgullos, de esnobismos y de suficiencias, las procesiones de Semana Santa han quedado desfasadas, porque ya, no sólo no arraigan en la sinceridad de la entraña del pueblo, que ha perdido la ingenuidad o la fe para reconocerlas como algo suyo, sino que han perdido hasta lo que tenían de espectáculo artístico colectivo. Los desfiles procesionales, que un día convocaban multitudes, hoy son simples reliquias de un pasado que arrogantemente ya creemos superado; son pura arqueología y triste reminiscencia. Al perder su ideal religioso, no les queda más que un cierto barniz folklórico, hoy turístico, y son como una pobre despedida de una hora de España. Porque hasta el mismo sentir religioso de la actualidad se avergüenza casi de aquel viejo espíritu que las creó y las mantuvo. Y así es imposible que ya duren mucho. Seguramente estamos asistiendo a la despedida definitiva no ya sólo de esta costumbre casi inmemorial en la historia del sentir, del pensar o incluso del arte español, sino al acabamiento de la mayor parte de nuestros usos y tradiciones. España, para bien o para mal, está dejando de ser diferente. Una cuchilla de igualdad, está cortando poco a poco el hilo que nos unía al pasado. Lo único deseable es que este rasero no nos lleve también nuestra personalidad y nuestro carácter y nos deje en puro hueso de atontamiento y estulticia(104).
(104) Nota actual: Mi pesimismo sobre la no pervivencia de las procesiones de Semana Santa, parece que no se ha cumplido. En general sigue la tradición en las ciudades punteras de Castilla y Andalucía: Valladolid, Sevilla, etc., incluso con repuntes de más solemnidad y acogimiento. En ciudades con menos solera, como Santander, se han creado nuevas cofradías, ha aumentado el interés de los participantes, y hasta se han esculpido nuevos pasos. Lo que obliga a reconocer que es muy difícil acabar con costumbres y creencias que el pueblo quiere mantener.
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