15 marzo 1978
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Ilustración G. Guinea |
Si para algo ha de servir la cultura es, como la religión vivida con sinceridad, para domar los instintos y las pasiones del hombre. Cuando una y otra se utilizan, al contrario, para ampliar el poder y la prevalencia, tanto la cultura como la religión, están bastardeando y adulterando los principios primordiales que las sustentan, y pasan a ser enemigas destacadas de la sociedad y de la convivencia pacífica de los hombres. La cultura y la religión, se conciben sólo, en tanto en cuanto son estandartes y cobijo de la autenticidad y del bien humano, y se las cree, apoya y valora, mientras no pierdan su elemental esencia de legitimidad y de defensa de los valores morales, que contribuyen a hacer más limpia la difícil trayectoria del hombre hacia la perfección. Servirse de ellas tan sólo como trampolín de aspiraciones egoístas, o como tapadera fácil de actitudes inconfesables, es uno de los engaños más tristes y repugnantes que, a lo largo de la historia, han tenido que sufrir los individuos de buena voluntad. Porque todo el mundo piensa, en principio, que la maldad y la desvergüenza tienen sus cotas bien delimitadas, y se es reacio a creer que allí donde es exigible, por esencia, la verdad y la actitud limpia y clara, es donde, muchas veces, con más maquiavelismo se actúa y opera. Si la cultura y la religión nos han de servir para que, en su nombre o a su sombra, proliferen los “sepulcros blanqueados”, los cosechadores de privilegios y de preeminencias, los eternos jugadores de todas las ventajas, y por ello, para más INRI, amparados en esa base de criterio que su estamento les proporciona, mal avío nos van a hacer unos principios que se pudren como hoja seca y que, engañosamente, se utilizan para fines no sólo impropios, sino contrarios y enemigos de las ideas puras y limpias que son la sustancia vital, generadora e ineludible de estas vivencias tan estimables y valederas como son la religión y la cultura.
Ambas tienen que servir de escudo contra las iniciativas que intentan frenar el despegue de los valores humanos. La una, la cultura, en vista a la dignidad del hombre, a su desarrollo intelectual, a su liberación como individuo pensante, para hacer de la sociedad un campo de posible convivencia, de respeto y de aceptación de las diferencias de criterios. La otra, la religión, para la trascendencia eterna a la pobre contingencia temporal, señalando un destino de perfección y de felicidad, a ganar con las buenas obras que desde siempre señalan los mandamientos. Las dos se apoyan y complementan, porque ambas tienen al hombre como sujeto primordial de sus preocupaciones. Y las dos defienden, de hecho, el mismo empeño de perfección que la propia ley de evolución impone en el Universo.
Pero no podrá existir perfección ni progreso moral si no se establece como primordial e inexcusable el sometimiento a una normativa ética. Nada puede, en una organización humana, eximirse de una reglamentación que lleve como meta final el respeto a la justicia y a los derechos naturales del hombre. Como meta y como medio, pues es la situación humana la que precisa, en todas sus etapas, regirse por una deontología preestablecida. Hay que saber lo que se debe de hacer, lo que se tiene que hacer y lo que necesariamente no puede hacerse. Y ello, sin subterfugios ni interpretaciones acomodadas, en nombre de la adaptación a las circunstancias, a uno o a otro momento. La cultura y la religión juegan con verdades que, por lo mismo de ser verdades, no admiten los modelamientos a las conveniencias personales o exclusivas, a las traducciones utilitarias o interesadas.
Y la política del siglo XX, por mucho que se quiera definir como “el arte de lo conveniente”, jamás será aceptada por las mentes críticas, si no es antes declarada como el “arte de lo ético”. Rechacemos, de una vez, esos criterios demoledores que apoyan al “listillo” que va por la vida, y de acuerdo con su absoluta amoralidad, recogiendo posiciones y ventajas, valiéndose si ello cuadra, de sus prerrogativas culturales, religiosas o políticas. La cultura, la política y la religión, si son legítimas, y no máscaras ocultadoras del verdadero gesto, exigen, como primera piedra en el edificio posterior de sus acciones, una moral a rajatabla que no pueda conmoverse con el socorrido vaivén de las circunstancias. Y esto, que parece absolutamente elemental, está siendo olvidado con demasiada frecuencia, llevándonos al conformismo más desbaratador que han conocido los siglos(103).
(103) Nota actual: Otra charla intemporal, muy útil en 1978, para meditarla, pero que en estos tiempos de gran barullo y confusión no vendría mal tenerla en cuenta.
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