29 marzo 1978
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Ilustración G. Guinea |
No podemos defender jamás nuestro Patrimonio Artístico, que son nuestras iglesias, nuestras casonas, nuestros escudos, nuestros pueblos típicos, nuestros puentes viejos, nuestro paisaje, si no existe, por parte de quienes más directamente les incumbe, por vivir continuamente a su lado, un mínimo deseo de conservar lo que la historia y el arte nos han legado. Mientras no exista una voz colectiva, la de los mismos vecinos que ven derruir la casona más noble de su pueblo, o vender el retablo más querido de su iglesia, o degradar un ambiente natural; mientras no exista, como digo, una protesta conjunta salida del mismo foco que se pretende demoler o bastardear, nada podrá hacer la administración, para contener este arrollador despliegue destructivo de todo lo digno de conservar y respetar, que se ha despertado como consecuencia de un mal entendido progreso y de un muy bien entendido deseo y ansia de beneficios económicos. Los negocios y el arte, pocas veces se compaginan; quien ha puesto su mira tan alta y directa en el dinero no le interesa para nada, caso de competencia entre ambos, dar preeminencia a los valores artísticos. Despreciará a estos, los reducirá a cenizas, si es necesario, con tal de ver crecer el nivel de sus ingresos. Detrás siempre de un desastre cometido en nuestro Patrimonio histórico-artístico existe, normalmente, no el desconocimiento o la ignorancia, que podrían ser disculpas achacables a una sociedad inculta, sino el ansia desenfrenada de negocios, el materialismo más torpe, la ambición más cretina y rechazable.
Si el pueblo quisiera –ahora que el pueblo a través de los partidos políticos puede manifestarse en contra de esto y de aquello- obligaría, con su actitud de protesta, a que nadie le modificase sus peculiaridades arquitectónicas, sus rincones más bellos, sus monumentos más queridos, que son los que dan diversidad y peculiaridad a nuestras villas y aldeas. Obligaría a sus alcaldes, que hacen casi siempre la vista gorda a estos ataques desconsiderados a nuestra riqueza monumental e histórica, a prohibir la demolición de una casona, de una torre, de un palacio o de una simple casa popular, llena de encanto y de valor. No ocurriría lo que ha pasado recientemente en San Vicente de la Barquera que, sin solicitar permiso de nadie, ni avisar a la autoridad competente, se derriba una de las casonas más singulares del centro de la villa, sin tener el más mínimo respeto al conjunto monumental de la misma, acudiendo al fácil determinismo de los hechos consumados y no respetando para nada la orden oficial, cuando la autoridad por sí misma se entera, de detener la demolición del noble edificio. O tampoco se plantearía el caso de derrumbar la casa de los Bustamante, en Santiago de Cartes, a pesar de la advertencia repetida al Ayuntamiento de que es responsable, por ley, de que no se toquen los edificios de carácter artístico de más de cien años, sin permiso de Bellas Artes.
Y todo esto sucede, porque los comités de los partidos políticos, representantes de las distintas tendencias, todas las cuales prometieron en sus programas la defensa de nuestro patrimonio histórico y artístico y ambiental –derechas o izquierdas, centros y extremos- permanecen totalmente indiferentes a la hora de defender los valores espirituales, los valores permanentes de una sociedad, que no se hace ahora, sino que viene de muy lejos, y son sus testimonios artísticos los que nos enlazan con ese pasado al que nuestro presente es deudor, por mucho que pretendamos marginarlo.
Nadie ha organizado todavía una manifestación popular en defensa de nuestros valores monumentales que se están destruyendo ante la indiferencia general. Estamos ahora muy ocupados, en reclamar la mayor parte de nuestros derechos materiales y no parece existe tiempo ni ganas de preocuparnos por cosas que la mayor parte de la gente considera como intrascendentes. Está bien; sigamos así, dejemos paso libre a la máquina destructora de todo lo que representa un anhelo despegado de nuestras más acuciantes necesidades corporales. Con ello, sólo haremos rubricar, una vez más, la firma de una sociedad que ha perdido el norte y la brújula en el equilibrio de las tendencias humanas(105).
(105) Nota actual: Fue otra llamada al pueblo para que no tolerase los ataques desconsiderados a su patrimonio artístico y cultural. Esta insistencia, por mi parte, en este problema, era debido a que indudablemente existía, y mi cargo de Consejero provincial de Bellas Artes, me obligaba a ello. Tal vez, en este primer decenio del siglo XXI, la situación es indudablemente más responsable y sensata en cuanto se refiere al patrimonio monumental, pero, desgraciadamente, el natural ha sido salvajemente agredido con las construcciones urbanísticas en las costas, ciudades y campos; y ello ha ocasionado un verdadero ataque, difícilmente reparable. Y esto viene a culminarse con la irreflexiva decisión de nuestro gobierno regional de dar suelta a la implantación de más de 750 aerogeneradores, que, si Dios no lo remedia, acabarán con el paisaje y lógicamente con el turismo rural y con la tranquilidad de nuestros valles. ¡Ánimo, queridos regidores del ejecutivo. . . y ayuntamientos! ¡A por los 3.000!
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