14 junio 1978
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Iglesia de Villanueva de las Rozas, sumergida tras la construcción del Pantano del Ebro, Cantabria |
El hombre no para de inventar desaguisados que, favorecedores de su continua elevación del nivel de vida (dentro de poco será normal tener un avioncito para cada quisque), no se paran a contemplaciones de donde se producen y lo que afectan en muchísimos casos a nuestros bienes culturales, paisajísticos e históricos. Cierto es, por otra parte, que estas motivaciones interesan a muy poca gente, pues de todos es conocido que lo primero es vivir, luego filosofar. Y vivir se entiende que es hacer dinero, acumular bienes materiales, ser grandes capitostes del consumismo, fardar de esto y de lo otro, rizar el rizo del materialismo y del egoísmo, en una palabra.
La cultura, ya lo sabemos, es algo que añadir a esto, no por deseo de formación, de liberación de personalidad, sino más bien como posibilidad de abandonar los oficios creídos serviles, esclavizantes, en una sociedad de catetos que considera, por ejemplo, que el trabajo en el campo es denigrante y envilecedor. Estamos produciendo, y precisamente creyéndonos superdotados y progresistas, el más serio ataque del hombre a la misma razón de su ser, y eso desde que la razón humana comenzó a ser algo en la tierra. Pero de poco sirven las llamadas ahora “concienciaciones”, ni los gritos de alarma por la inseguridad que va siendo para un futuro no muy lejano el respirar aire no envenenado, ni los consejos de hombres previsores o de entidades que intentan velar por la más fundamental de las libertades: la vida. De nada sirve nada. Los oídos se cierran, las mentes se oscurecen y las responsabilidades se diluyen y se dice mucho, pero se hace poco. Todo queda, a lo más, en buenas palabras, y, a la larga, el predominio es siempre el del negocio o el del bien material, el desprecio por los valores permanentes y culturales y la risión, por lo bajines, de ese orgullo en otro tiempo para los pueblos, que se llamó historia.
Y digo todo esto porque, en el núcleo mismo de la vieja Castilla, allí donde el conde Fernán González había puesto su alma y su corazón, el bellísimo valle del Arlanza, centro de la fuerza espiritual del condado, no tardando mucho un pantano (el de Retuerta) hará, como siempre, de las suyas, y una gran extensión de terreno, siempre tierra, siempre encina, siempre gavilán y peña, flor de historia y eslabón primero de una cadena que abarcó a América para hacerla prolongación misma de una cultura incipiente; una extensión de terreno –digo- orgullo de hispanidad por ser la viejísima cuna donde se fue criando Castilla, desaparecerá bajo las aguas sombrías, para siempre. Y para siempre se hundirá el monasterio de San Pedro de Arlanza, querido del conde, ruinas serias para un pueblo, ruinas gloriosas por ser la ejecutoria de su pasado, que es nobleza. Los ábsides de San Pedro de Arlanza, los muros, las piedras doradas por el tiempo y por las caricias del viento de siglos, las bóvedas rotas que oyeron retumbar las voces de quienes comenzaban a hacer España, se las comerá el agua, lo mismo que la desidia y la indiferencia se está comiendo la responsabilidad histórica de los españoles. Es preciso que ese pantano vaya a otro sitio, a otro valle menos cogollo de nuestros valores espirituales como pueblo y como raza. No es sólo cuestión de nosotros los castellanos, es cuestión y problema de toda España, porque simbólicamente con San Pedro de Arlanza se hunden los respetos hacia el pasado, hacia nuestros padres, nuestros abuelos, hacia toda nuestra historia. Salvar San Pedro de Arlanza, salvar el valle que es la gema, el florón de la historia de tanto español universal, es un deber de conciencia hispánica. A veces, uno piensa que los proyectos técnicos se hacen sobre un mapa en donde no existe ni una sola anotación que diga “valor cultural”, “valor histórico”, “defendible de toda modificación”, “absolutamente intocable”, etc., pues de otra manera, no se explica que un español, un verdadero español, un hombre culto simplemente, haya podido condenar en su día, con un rayado y una rotulación que diga “presa, pantano”, a toda la infancia y la razón de Castilla. ¿Y qué hacen los burgaleses? ¿Callan y consienten, quizás, que se hunda un pedazo de su historia –de nuestra historia- borrándola para siempre en un lago de infamia y de desprecio hacia lo que es y significa el escenario donde se fraguó la independencia de Castilla, que es la previsión ya de la España actual?
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