La demoledora sociedad actual ha decidido arrasar hasta sus propios cimientos

21 junio 1978


Ilustración G. Guinea
  En estos años de tránsito, en estos momentos cruciales en que parece abrirse una nueva etapa hacia el porvenir de España, es explicable también la desorientación y la intranquilidad. Cuando un concepto de la vida, una visión del mundo, se resquebraja; cuando una costumbre, por discutida o contestada que sea, se desarticula, se produce siempre un periodo de vacío hasta tanto se realiza la acomodación a otro sistema, a otra nueva costumbre que consigan dar confianza y finalidad de vida a la sociedad desenganchada. Antiguamente, en otros siglos, los cambios políticos eran como máximo una sustitución de poder, de gobierno; monarquía por república, aristocracia por democracia, militares por civiles. De hecho lo que se discutía o se cuestionaba era la alternativa de mando, de prepotencia. Las ideas, los principios, la vida, en suma, variaban muy poco. Las sociedades, salvo momentos cruciales de revolución, que, aunque el trauma diese ocasión a padecerlo, tampoco eran excesivamente convulsionadoras, tenían un modo de desenvolverse muy semejante, porque la estructura de la vida del hombre se basaba sobre pilares fundamentales que nadie osaba discutir: la familia, la propiedad privada, la religión, la jerarquía, y el respeto hacia la ley que venía, desde siglos, prácticamente invariable.

  La implantación de la democracia en España no es, como a muchos les pueda simplemente parecer –y como tal se dice- la sustitución de un poder personal por la soberanía del pueblo; es algo más, es mucho más, porque el acontecimiento ha ocurrido en un momento en que –con totalitarismo o sin él- la sociedad española, como la europea y como, en general, la humanidad, ha entrado en una fase abierta de contestación a todo, a todo lo divino y a todo lo humano; una fase de crítica demoledora a todos los principios tradicionales, incluido el propio valor supuesto de la cultura, y esto, naturalmente representa un acontecimiento no conocido e inédito en la historia de la humanidad. La sociedad europea, sobre todo, y la americana, naturalmente, es decir, la civilización llamada occidental, se lleva la palma en este sentido porque, excesivamente segura o creída de sí misma, de sus espectaculares creaciones técnicas y progresistas, se siente capaz de dominar el mundo y, lo que es más peligroso, se cree poseedora de la orientación más avanzada y moderna en el concepto de organizar la vida del hombre. Sucede pues, una manifiesta paradoja y ésta es que una sociedad que duda de todo, que arremete contra todo, que no deja títere con cabeza, al pasarlo todo por el alambique desintegrador del criticismo y de la infinita posibilidad de la libertad humana, de lo único que no duda es de que esta su disposición, demoledora de criterios milenarios es “la gran adquisición del progreso”. Pero al dar rienda suelta a la destrucción de los principios constituidos de una comunidad –religión, orden, autoridad, valores espirituales, respeto y hasta amor- está quemando las naves de su retorno y de su subsistencia ¿Qué le va quedando a este mundo occidental para en ello poder apoyar el empeño y la ilusión de la vida? ¿Puede haber algo, si se aniquilan los ideales (por muy equivocados que sean, porque el espíritu inflamado no quiere ni pide una comprobación matemática de lo que cree), puede haber algo –digo- capaz de mantener ilusionada una vida que en lo único que no duda –y eso porque le apremia su realidad- es en la muerte?

  La política, ahora, por su variedad y su juego, nos ciega; pero el problema fundamental que uno siente, no es este intrascendental vapuleo dialéctico de constituciones, de derechos o de deberes, sino la falta absoluta de una emoción colectiva en donde puedan asentarse y desenvolverse las futuras aspiraciones de un pueblo que ha de intentar, en principio, tratar de buscarse a sí mismo.

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