Los ideales, algo insustituible para nuestra salud mental

13 diciembre 1978


Ilustración G. Guinea
  He leído el otro día, no recuerdo muy bien en qué periódico o revista, unas declaraciones de la espléndida diva Monserrat Caballé, en donde, en líneas generales, venía a decir que, aún valorando al máximo su dedicación al arte del “bel canto”, ponía por encima de todo, en la finalidad de una existencia humana, la ayuda y dedicación a sus semejantes. Este criterio, que honra aún más a la excelente cantante, parece olvidado o minimizado en esta sociedad primordialmente materialista. Pocas, muy pocas veces, se ve expresado públicamente este sentido supremo de vivir para el bien del prójimo. Recluidos como estamos en un circuito cerrado de egoísmos, de interés individual, parece como si la proyección altruista hubiese pasado, desde ser un empeño fundamental en la perfección del hombre, a un segundo término de olvido e indiferencia. Priva ahora mucho más el deseo del triunfo y del poder, como placer subjetivo abocado a nada, de no ser a la propia satisfacción personal del sujeto, que la aspiración de alcanzar un puesto preeminente en vista a poder hacer, desde esa altura, el bien y servicio a la humanidad. El idealismo, como postura y doctrina benefactora, está sufriendo duros golpes que le están dejando, a fuerza de presiones egolátricas, en los puros huesos y en anemia persistente. La escala de aspiraciones tiene ahora unos peldaños, bien determinados, que hay que subir lo más rápidamente posible, aunque esos escalones hayan de fabricarse con el sudor y la angustia de nuestros hermanos. El dinero es el primero de todos, manifestada esta apetencia con apetitos desordenados de preeminencias, situaciones sociales destacadas, orgullo de mando, diferenciación de categorías, etc. Trabajamos innumerables veces, hasta el agotamiento si es preciso, tan sólo porque se nos señale desde fuera como entes por encima de lo vulgar. Buscamos, en esta competitiva carrera de supremacías, el lograr colocarnos, si ello es posible, en el centro más destacado del podium de los triunfadores. Y, una vez en lo alto, preferimos más que nos miren, que mirar nosotros mismos, desde nuestra destacada posición a quienes, con seguridad, están sufriendo como consecuencia de su anonimato y de su abandono. La sociedad, por otra parte, en muy poco contribuye a mitigar esta disposición, pues en vez de dejar bien destacada su preferencia por el hombre justo, responsable y entregado en cuerpo y alma, a los demás, suele entontecerse con el poder egoísta ante quien, humilde y envilecidamente, se postra esperando un reparto –que jamás llegará- de provechosos privilegios. Se ciega con los brillos aparentes, se fía tan sólo de las posibilidades, y suele dejar al margen de su aprecio la auténtica plata vieja a la que, con poquísima visión de la justicia, minusvalora o no entiende. Ello contribuye al apartamiento, obligado o voluntario, de quienes, por sus cualidades humanas, deberían de dirigir los distintos compartimentos de esta sociedad, ciega e interesada, que critica después con saña lo que no ha sabido elegir con prudencia y honradez.

  La crisis actual de la humanidad es una crisis absoluta de valores, o más concretamente, de indiferencia o falta de criterio ante los mismos. Se están igualando, ante el juicio de los hombres, las virtudes y los vicios, las obras positivas y las negativas, lo constructivo y lo destructivo, y muchas veces parece que existe hasta una cierta alegría por ver como se vienen abajo, una tras otra, las estructuras montadas por generaciones pasadas y, lo que es más doloroso, por ideales que la humanidad tardó siglos en estructurar. Pecamos un mucho, los hombres del átomo y de los viajes espaciales, al creer, equivocadamente, que es ahora cuando estamos descubriendo el mundo del hombre, sin pararnos a pensar que hace más de dos millones de años que existimos como especie de razón y que, por lo tanto, pesan demasiados milenios de experiencia como para arrojar a ésta, de la noche a la mañana, por la ventana de los esnobismos. Cierto es que el progreso, en un espacio, se hace caminando, pero, también, no es menos cierto que los caminos pueden desandarse acercándonos así más al “atrás” que al “adelante”. Convendría tal vez que meditásemos todos si es razonable, para tener menos peso, ir tirando por los senderos las mochilas sin pensar que tal vez necesitemos imperativamente, y para comer, su contenido que despreciamos. Convendría también, que nos parásemos un momento a pensar si muchos de los ideales de nuestros padres, que ahora desestimamos, no son en realidad verdaderos salvavidas para nuestra supervivencia como seres humanos. Y entre ellos, recordando a Monserrat Caballé, y como aliciente nobilísimo para nuestra felicidad y alegría que, al fin y al cabo, es lo único que, si somos inteligentes debemos de salvar: el proyectar nuestros insatisfechos anhelos en el bien y la ayuda a nuestros semejantes. Porque es muy difícil borrar, de un plumazo, los ideales, creo que insustituibles, del cristianismo.

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