20 diciembre 1978
Dentro del panorama cultural de cualquier país, representa mucho, como indicativo del interés de un pueblo por la información –que no cabe duda es siempre una vía de conocimiento- la aceptación que tenga la prensa diaria, el número de gentes que la lee, en relación con el que debería leerla. Una gran crisis se perfila en estos años en este sentido, ya que, como sabemos, están desapareciendo diarios y revistas que tenían una tradición suficientemente consolidada pero que, por muy diversas causas, no han podido superar este trance que afecta incluso a importantes periódicos internacionales. No parece dudoso que hay una razón primordial en este declive de la prensa diaria: el auge masivo de la televisión. Los medios audiovisuales, en una palabra, están dando al traste –poco a poco, en ciertos casos, repentinamente en muchos- con la vieja comunicación escrita que promovió y lanzó la invención de la imprenta. ¿Ha pasado ya la época de la prensa y por eso, como en otros medios ya periclitados (la civilización del carro, por ejemplo), estamos asistiendo a sus funerales y próximo entierro?
Si este fuese así, sería ciertamente, una pena, y algo verdaderamente trascendental para el progreso de la cultura o, mejor dicho, para el porvenir de la cultura. Es obvio que la televisión no tiene el valor formativo que tiene la lectura o el estudio. Que parece criterio general pensar que incluso es contraproducente para la educación integral del individuo y una de las máquinas “infernales” más alienadoras y entontecedoras. La actividad cerebral permanece, ante un televisor, en casi absoluta parálisis. El sujeto recibe pasivamente, vamos a decir casi soporíferamente, la luz y el sonido, sin apenas ejercer acciones incisivas sobre sus neuronas. El saber de la televisión se transmite sobre seres acomodados casi exclusivamente a la “recepción” y nada absolutamente a la “creación”. Con el tiempo, desgraciadamente, la televisión terminará convirtiéndolos en grandes ojos y oídos, como los enviados especiales de los sátrapas persas; mientras, iremos reduciendo sensiblemente la actividad de nuestras reacciones mentales.
La prensa y la literatura, en general, deben de formar un frente de oposición a esta triste realidad futura, y, en vez de acoquinarse y desaparecer, cargarse de imaginación para darla fuerza, una nueva guerra, a los atractivos perezosos de la tele. Pero claro está, para eso es preciso que los periodistas lo sean de verdad, que sepan donde están sus enemigos y cuáles son las estrategias para superarlos. Porque la prensa –por lo general y salvo excepciones que sé valorar y reconocer- cada vez es más anodina y vulgar, más chismosa y porteril, más enaltecedora y activadora de las inclinaciones malsanas de nuestras pasiones y venganzas. Cada vez aburre más con dos temas que ahora parecen los reyes de las linotipias: la política y el fútbol. El lector normal, que aspira a vivir una vida de agrado humano, de paz, de convivencia, de ilusiones y alegrías llenas de luz y de sol, se encuentra con páginas y páginas cargadas de comentarios hirientes de unos grupos contra otros, de unas personas contra otras. Ahí es nada, estas cartas a la dirección, estas tribunas públicas, donde se desahogan cientos y miles de cortantes espadas y donde proliferan campos repletos de cizañas y de aversiones. Y luego las crónicas políticas, repetitivas, exclusivistas, como si el español dependiese sólo en su vida de los ejercicios más o menos gimnásticos del Parlamento, y tuviese, como dios supremo, ese gran ídolo, tantas veces viviendo de entelequias, de la “cosa pública”. El periodista debe de saber que, el individuo, el ser individual, tiene también unas necesidades mucho más primordiales que las políticas: la amistad, el coloquio, el paseo, el tiempo libre, el amor y la alegría. Todas estas necesidades deben de estar, en cierta manera, presentes en la prensa diaria. ¡Basta ya de indigestiones políticas o de exclusivismos derivados de las tendencias visibles de los consejos de redacción! Queremos que se nos hable sí, de política, como una cosa más en la vida, pero no como exclusivo problema que agobie y empaquete a nuestras inclinaciones, todas. Queremos cuentos, poesía, ensayos literarios, pensamientos originales sobre ésta o la otra existencia. Queremos simplemente una ventana abierta a la vida con todas sus infinitas variaciones, y no solamente un ojo de buey, o un triste canuto para ver el Parlamento o el estadio Bernabeu(119).
(119) Nota actual: Mis advertencias, consejos o deseos de perfección que en mis charlas dirigía a la prensa, tenían su razón de ser, por el rumbo que en estos primeros años de transición iba tomando el periodismo. Es cierto que hubo una crisis inicial: murieron diarios, aparecieron otros, se cambiaron nombres, vacilaban las ideologías. Hubo un cierto desorden, pero pronto se afirmaron títulos, que, más o menos, aunque seguían fluctuantes se alineaban de acuerdo con las ideologías de los partidos. Con ello, iban predominando las grandes empresas periodísticas, a las que respaldaban sabrosos capitales que, desde luego, y por obligación de competencias, consiguieron magníficos diarios y revistas que, por la libertad de prensa, se transformaron en verdaderos poderes. Pero, aunque el Estado no les intervenía, la dirección de cada periódico –o de cada presidente de empresa- ejercía realmente la censura. Lo que obligaba –al menos a mi cuando en alguno quise colaborar- a evitar escribir opiniones, juicios o pareceres que presumía fueron contrarios al pensamiento ideológico del diario.
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