03 mayo 1978
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Ilustración G. Guinea |
Si, a modo de experiencia química, mezclo yo en una probeta un poco de agua, otro poco de vino y una cierta medida de leche, el líquido que se obtiene ni es propiamente agua, ni es vino, ni es leche, naturalmente. Es un “inconcreto”, que lo más seguro es que no haya tragaderas que lo acepten. Hasta en lo culinario, yo he sido siempre un real partidario de lo sencillo, de lo elemental. Cuanto más, si se trata ,no ya de materias físicas, sino de fuerzas humanas, de sentimientos, de criterios, de reacciones. El individuo solo, suele ser siempre muy aceptable; si le hablas, razona, te escucha, puede oponerse con conciencia de diálogo, pero siempre produce, aún airado, un respeto que le da la seguridad de su personalidad irrepetible. Lo opuesto a la claridad del individuo, a la pureza transparente de una mente, es la “masa”, la congregación de varios seres, de muchos, de cientos, de millares, a los que, a modo de robot, se les programa para que emitan todos con la misma frecuencia de onda. Lo que entonces se forma, es algo tan alienador y tan artificioso, tan aparente y postizo, que sólo actúa y ejerce “mientras cobro”, es decir, en tanto se mantiene pulsado el interruptor que les planifica. Cuando la masa se disgrega, y el individuo vuelve a adquirir la psicología de su propia y bien diferenciada personalidad, el pensamiento, el juicio, la cordura, prosiguen los cauces concretos de antaño. Pero los hombres se presentan muy diferenciados en cuanto a la facilidad o dificultad de adscribirlos a una masa. Hay quienes se resisten a dejarse arrastrar por el oleaje de una tormenta de muchedumbres. Otros, sin embargo, no pueden sentirse en “si mismos”, seguros y fuertes, si no es apoyados en el barullo de un gentío, en donde su timidez se esfuma y sus instintos se enardecen. Y por ello quienes, lejos de la masa, ahora y siempre, les hemos visto ejercer sus influencias, sabemos que nada hay más voluble, versátil y veleidoso (“las tres uves”), que la conciencia de una multitud enardecida, en bien o en mal, en amores o en iras. Si de algo bochornosamente peca nuestra sociedad actual es, precisamente, de cerrar los oídos a las voces de los que piensan aisladamente, y de abrirlos, descompasadamente, bobaliconamente, a los gritos roncos de las muchedumbres. Pero éstas, poco van a decir que no les venga dicho; aunque las vociferaciones tienen la virtud, incluso gritando en sordina, de hacernos creer que el ruido es consecuencia de la gran cantidad de nueces que están cayendo. Una voz alta, un alarido, producen una impresión excitante que no consigue la palabra comedida. Mil voces y mil clamores llegan a causar espanto porque uno cree que puede haber razón donde tanto se ulula, y la razón de mil peligra convertirse no en la fuerza de una sola razón, sino en mil razones diferentes. Lo trágico es que un tropel de gentes puede hacer un recorrido pidiendo paz y el mismo, de regreso, exigiendo guerra. Que nadie se fíe de las muchedumbres, las masas, con las que siempre se juega para afirmar ideas que se quieren hacer preponderantes.
La masa es un ente transitivo, y, felizmente, todos tenemos que volver solos a casa. Lo que realmente la sociedad debería de hacer, no es dar pábilo y mecha a los pensamientos multitudinarios, sino proteger la creación de una conciencia individual, segura, culta y consecuente con la responsabilidad que se la conceda. Mientras esto no se haga, y acudamos a ver si el barullo nos saca las castañas del fuego, poco podemos decir que hemos hecho en bien de la persona, de cada persona, de cada ser humano, es decir, en bien de la única libertad que yo entiendo.
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