El paisaje como permanencia

26 abril 1978

  De hacer un elogio sobre el paisaje montañés, creo que no me he preocupado nunca en estos minutos semanales que me corresponden en Artes y Letras. Solemos los humanos interesarnos más por aquello contingente que va a trocitos creando nuestra vida: acontecimientos, política, amistades, ingratitudes, muertes, comentarios, etc., que por lo que, con carácter permanente, forma el escenario donde se desarrolla, día a día, año tras año, siglo a siglo, el espectáculo de la aparición y desaparición de tantas generaciones. Pocas veces nos hemos parado a meditar lo ridículo, en la historia del tiempo, de nuestra transitoriedad, y lo solemne y grandioso al contrario, del paisaje y del universo que nos envuelve, nos crea y nos desaparece. Porque el hombre, cada hombre, es un fugaz destello, es decir un misterio pasajero y breve, en tanto que el planeta, el cosmos, la naturaleza, es un misterio eterno, prácticamente interminable. Cuando uno repasa y lee documentos del siglo X, o del XI, o del XII o del XIII y encuentra en ellos nombres de lugares, parajes, ríos o montes que aún están ahí, con la misma denominación con la que generaciones de hace mil años también los conocían, uno siente al propio tiempo dos sensaciones contradictorias: por un lado la impresión de que el siglo X está aquí mismo, muy cerca, puesto que los contemporáneos del conde Fernán González llamaban al río Deva, por ejemplo, exactamente igual que nosotros, y sus aguas llevaban el mismo recorrido, atravesaban las mismas hoces, recibían idénticas luces; pero por otro lado, esta cercanía geológica, esta invariabilidad paisajística, que difícilmente puede llegar a medir el tiempo, se contrapone a otra excitación opuesta, la de la inmensa lejanía que nos separa de aquellos hombres que vivieron en nuestras montañas, cuando se iniciaban en ellas los primeros síntomas que iban más tarde a conseguir la unidad de España. Si mirado el paisaje, el hombre es el mismo, el tiempo no cuenta y el reloj se para, cuando intentamos acercarnos al ser humano, individualmente, apenas tenemos peldaño donde apoyar los siglos. Si lejos se ve la juventud, aún más lejos la niñez, y en las sombras el abuelo; de más allá, sólo conocemos los relatos de nuestras viejas tías –ya muertas también- algunas canciones cuyo origen desconocemos, y al fondo de todo una historia estudiada, más incierta cuanto más lejos la llevemos.

  Por el contrario, la ventana de nuestra habitación, si estamos en el campo, nos ofrece todos los días -con la misma nitidez que las vieron ojos que hace 500, 1000, 2000 años ya no miran- las siluetas de los picos de Campoo, de las crestas de Liébana, de las rocas de Castro Urdiales, o de las cumbres de la Sia… El paisaje, el mini paisaje de nuestra infancia, será siempre quien más contribuya a hacer nacer y conservar en nosotros, por encima de todo tránsito o circunstancias externas, la nostalgia apasionada de nuestra tierra. El mar también es, para otros, una permanente reverberación de recuerdos. Cuando hablamos del paisaje; de ríos limpios que bajan de lejos o de los Tornos o de Piedras Luengas; de montes de tupido roble o haya, como Cembiles, Saja, Ucieda; de carrerucas con madreselvas o moras; de las bravías “pegadas” del mar en los acantilados; de la pequeña aldea que trepando se agota en un verde prado a media altura de las cimas; del descanso feliz en una tarde agobiadora…cuando hablamos de todo esto que nos envuelve casi por igual a todos los montañeses, es aquí, aunque estemos separados por miles de kilómetros y simas de criterios, cuando nos sentimos unidos. Es muy difícil que nos encontremos hermanos a través de una idea política más o menos arbitraria o más o menos sincera, o que busquemos el nexo de nosotros mismos en aquello que nos separa de los demás, de los otros. La verdadera región, para cada individuo, es el rincón, pequeño, humilde y familiar, donde ha nacido o donde ha vivido. Yo me uniré, espiritualmente, a quien conoce el mismo árbol que yo, y sabe de las mismas piedras de un camino, y siente con la misma emoción el golpe del viento en las salceras. La unión existe cuando la sensibilidad de unos y otros se acomoda; y esta unión de ninguna manera es excluyente, porque para ser en sí misma no necesita el contraste con otras percepciones. Y si existe un indudable localismo natural en el montañés de ahora y de siempre, con la añoranza de su pueblo y de su valle, dudo mucho que, a no ser forzadamente, por conveniencias políticas o económicas, surja por generación espontánea, aunque sí por presión de calzador, esa idea general de “cántabro” que, aunque recogida de un viejo límite que abarca también a muchos ahora considerados como castellanos, no deja de ser un neologismo al que falta fondo, tradición y seriedad. Yo, y que me perdonen los que abogan por otro nombre, siempre –con autonomía y sin ella- seré mientras viva, montañés o santanderino. Y desde luego, por encima de todo, campurriano; y más allá de todo, castellano y español. Y después seré simplemente historia no historiada(108).

(108) Nota actual: Es esta idea de permanencia y de la influencia del paisaje en el sentimiento profundo del hombre, la que me ha hecho defenderle, al considerarle uno de los impulsos naturales más fuertes para fijar en él las raíces de su nostalgia. Pero , muy infelizmente, este abrazo sensible y afectivo entre el hombre y su paisaje, cada vez se irá diluyendo más, pues las ciudades están unificando el sentimiento de sus habitantes que en general han perdido, por no vivirlo, la intimidad venturosa que el campo proporciona. Ello explica este despegue absoluto que existe en la clase política actual, al enfrentarse al paisaje al que únicamente considera como “fundamento geológico” de sus materialismos.


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