Hay que barrer todo, hasta el mismo oro de las rocas

25 enero 1978


Ilustración G. Guinea
  Hay días que me levanto optimista; otros pesimista; y los más, ni fu ni fa, podríamos decir que “ambiguo”. Los días gloriosos de alegría son pocos; los de tristeza, alguno más; los “ambiguos”, casi todos. A veces he intentado buscar las razones de por qué mis reacciones son así, y no llego a encontrarlas en mí mismo. El hombre, decía Ortega –más o menos- es él y sus circunstancias. Yo cambiaría un poco esta frase famosa, acentuando más la trascendencia de las circunstancias que la propia configuración del “yo”. A éste, al carácter de cada uno, lo van fabricando las circunstancias, que no son ni más ni menos, que lo que siempre se ha llamado “vida” y ahora, más modernamente, “realización”. El hombre se “realiza”, dicen las generaciones más recientes; el hombre “vive”, decíamos nosotros, para querer decir lo mismo, y el hombre se “circunstancializa”, que diría Ortega.

  Cuando las sociedades saben tras de lo que van, y tienen finalidades concretas, más o menos claras, pero determinantes, el individuo toma un camino, según su conciencia, y le sigue seguro y confiado de que está haciendo labor positiva y válida. Cree, en una palabra, en algo suficientemente firme por lo que lucha, sufre y vive. Es lo que hasta ahora se venía llamando un “ideal”, de la categoría que fuese, pero un ideal, es decir una razón consciente a la que proyectar la vida. Uno podría estar incluso equivocado y morirse así, engañado estúpidamente, pero no cabe duda que su existencia había tenido un norte, una brújula, una rutilante estrella polar, que le dio rumbo e ilusión y le mantuvo expectante y creador año tras año.


  Un ejemplo: Alonso Quijano, el caballero de la Mancha, puso su finalidad vital en “desfacer entuertos”, en defender doncellas y sobre todo en el amor a la sin par Dulcinea, mito que él mismo se creó. El impulso que todo ello le dio, le sirvió (a pesar de las raíces anormales en donde se asentaba) para salvar la monotonía diaria de un hidalgo castellano que Cervantes, en las primeras páginas del Quijote, describe con tanto acierto como exactitud. No importa que a la hora de su muerte, el caballero de la triste figura revirtiese a su inicial cordura, y se despidiese de este mundo con el enorme desencanto del que se despierta de un sueño de agradables fantasías. Aunque en “los nidos de antaño no hubiese pájaros hogaño”, los hubo en otro tiempo, y los suficientes para mantener su canto durante el paréntesis obligatorio de una vida
.

  Pero la sequedad de la filosofía actual, su pedantesca autosuficiencia y su salvaje pragmatismo, tomando como lema ficticio la sinceridad y la guerra contra la hipocresía, está dejándonos a todos –jóvenes y viejos- sin un solo asidero firme –y repito aunque sea engañoso- en donde apoyar nuestras indestructibles y reales ansias de servir para algo digno en este mundo. A fuerza de desmitificar lo divino y lo humano; a fuerza de demoler, ridiculizándola, cualquier aspiración que vaya más allá de la vulgar existencia; a fuerza de cortar y cercenar los más elementales brotes de ensoñación y de locura; a fuerza, en una palabra, de petrificar o destruir los suspiros, al ser humano – a este pobre “homo” “desalentado” y ya de vuelta de todo- lo han dejado desnudo de aspiraciones; han hecho con él el más comercializante “streaptease” y le han arrancado hasta la misma piel, o si quieren Ustedes, la máscara que le hacía soportar alegre y esperanzadamente la vida.


  No me sirven razones de progreso o de libertad, cuando lo que en realidad se nos da es un progreso destructivo y una libertad que está encadenando las más elementales aspiraciones del alma. Es preferible, a todas luces, una humanidad de locos o de quiméricos, pero pensantes y sensibles, que otra de borregos, bien vestidos y motorizados, pero carentes de toda aspiración trascendente. Es preferible volver a hacer el “Elogio de la locura” que redactar un nuevo Elogio de la insulsez y de la falta de calidad. Es preferible morirse hambriento, pero con los ojos llenos de belleza y de ardor, que vivir de bienes engañosos, de chucherías y mecanismos, al tiempo que una orfandad de ilusiones nos aprisiona.


  Ya sabemos que no todo en la vida puede ser poesía y especulación, y que no podemos transformar en incorpóreo aquello que materia es, pero pensar, por el contrario, que sólo en lo tangible vamos a hallar nuestra felicidad es una equivocación, que ya va costando muy cara a esta civilización occidental, cada vez más desencantada, más desorientada, más frustrada, pero que aún es incapaz de confesar humildemente el fracaso a que nos está llevando –como seres humanos individuales- su desbordada sed de materialismo y su pérdida y rechazo de unos valores que – reales o falsos- habían conseguido dar a la humanidad una razón válida para su existencia. No es admisible arrancarle al hombre la rama que le libera del abismo, para no darle, en cambio, ni un humilde paracaídas con el que pueda llegar, aunque herido, a apoyar sus pies sobre la tierra, en donde necesariamente ha de vivir(97).



(97) Nota actual: Fue entonces otro quejido, en contra de quienes querían borrar, sin compasión, “a lo bestia”, todo lo que –con duda y fantasía puede ser- había ido sosteniendo una esperanza que, aunque confusa e incierta, nos ayudaba a vivir. . . y a soñar. Yo pensaba que era preciso decirles –y sigo diciéndoselo hoy- que somos algo más que corporeidad tangible y visible, tierra al fin y al cabo; que hay en nosotros ansias y anhelos de amor y eternidad, que nunca serán saciados sólo con el cuerpo. Y que en nombre de la libertad democrática que tanto se exhibe, nadie puede atacar, censurar ni ofender –y menos mofarse- de quien, sin hacer ningún daño, quiere manifestar, privada o públicamente, sus creencias, sus convicciones o, en general, todos sus sentimientos.


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