¿Hacia dónde nos vamos dirigiendo?

18 enero 1978

Ilustración G. Guinea
  El carácter provisional en el que parece vivimos desde hace unos años; la falta de representatividad – y por lo tanto de poder- que continuamente se perfila en muchas entidades (ayuntamientos, diputaciones) que ha llevado a frecuentes y sucesivas dimisiones; la expectativa, a la que asistimos, de tiempos más firmes y ansiadamente esperados que no acaban de concretarse en seguridades, está llevando también a la cultura a un paréntesis prolongado –más largo ya de lo previsto- y a una atonía general, que no es, de ninguna manera, un signo positivo. El mismo porvenir en la unidad continuada de España, es algo que, por muy optimistas y confiados que queramos ser, no acabamos de ver muy claro. Es ciertamente posible, que la vía de las autonomías no se lance por pendientes peligrosas y que, por el contrario, conteniéndose en sus límites, nos lleve a un descentramiento beneficioso para todos. Y también puede suceder, porque pienso que nadie puede dárselas de adivino, que lo que empezó con una cierta deportividad de libertades administrativas y de subrayamiento de caracteres distintivos entre los pueblos, se nos convierta, de la noche a la mañana, en una multiseparación que haga de nuestra vieja piel de toro un archipiélago como el de las Malvinas.

  Lo cierto es que yo, que suelo, por mi trabajo, manejar para nuestra Edad Media términos y vocablos que pensaba estaban limitados a situaciones políticas y sociales del medievo, y que por lo tanto consideraba ya olvidados y muertos para el presente contemporáneo, veo que, acepciones feudales vuelven a colocarse en el candelero y de una manera absurdamente anacrónica resucitan de los pergaminos, se desempolvan de los códices, se exhuman de las antiguas crónicas y se hacen materia y tema vigente nada menos que en este año de 1978. Denominaciones como “virreinatos” (que suenan a pasadas glorias ultramarinas), “señoríos” y “reinos”, exactamente igual que en el vocabulario del siglo XV, vuelven a estas alturas a ponerse de moda. Decididamente España es diferente, pero muy diferente, diferentísima. Yo quiero tomarlo a broma y considerar que, todas estas palabras casi arqueológicas, son sólo el afán tradicional de nuestro pueblo y como una especie de evocación en ansia de reavivar los recuerdos gloriosos de nuestra historia. Que están bien para aquellos –como yo mismo- que revolvemos pergaminos y hurgamos las entretelas más recónditas de nuestro pasado, y que, desde luego, nada tenemos de políticos. Pero que estos, siempre tan admiradores del presente, tan contemporáneos, tan prácticos y tan realistas, puedan considerar lo que se oye como algo verdaderamente serio…, a no ser que, lo que yo nunca he pensado, resulten ahora mucho más medievalistas que el propio Sánchez Albornoz, me parece sumamente peligroso.

  La cultura, que sabe los sudores y las lágrimas que ha costado a nuestra historia el conseguir una unidad y un fin común, y que de siempre ensalzó la política que logró hacer de grupos dispersos un solo cuerpo, y de muchas debilidades crear una fortaleza; la cultura, digo, que entiende que el mundo que se siente progresivo tiende más a hermanarnos en entidades supranacionales, que a disgregaciones en múltiples departamentos, más borrando fronteras, que creándolas, se ve enormemente defraudada con esta epidemia hispánica de rinconcitos autónomos, casi independientes, que cada vez se ven proliferar con más descaro. Como siempre, nuestro camino parece necesariamente marcado –y una vez más- hacia los criterios extremistas. De una idea de imperio desfasada y ridícula, naturalmente sin posibilidades de vigencia, nos vemos desplazados ahora, a otra no menos inconsecuente y grotesca de virreinatos y señoríos, que, si el buen criterio tiene posibilidades de prevalecer, no dudo que ha de venirse abajo necesariamente. Pero lo que tampoco sabemos –y esto es muy peligroso- es cuál es la dosis de buen criterio que existe en la actualidad en España. Necesitaríamos conocer quiénes son más numerosos, si los insensatos esnobistas o los prudentes mantenedores de una situación que no se nos regaló alegre y repentinamente, sino que hubo la historia de conseguirla con esfuerzos, sacrificios, siglos de acomodaciones, renuncias y pactos, guerras y defensas encarnizadas, y que hoy parece que, en quince días, estamos dispuestos a deshacer, con la misma indiferencia con que veríamos disolverse un azucarillo en un vaso de agua. Estamos en un crítico momento en el que la responsabilidad debe de calibrar muy bien cuál es la medida de agua que sale por el aliviadero, no sea que, por atender al griterío de la calle, el boquete se abra desaforadamente y la avalancha que como consecuencia se produzca arrase, incontenible y feroz, el valle que todos con tanto trabajo cultivamos(96).


(96) Nota actual: La verdad es que para los que en 1978 me escuchaban, fui un buen previsor del porvenir. Seguro que algunos me llamarían “facha” y “catastrofista”. Si fue así, yo les ruego que corrijan, pues ahora podrán comprobar que la espada de Damocles sigue sobre nuestras cabezas.



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