05 abril 1978
![]() |
Ilustración G. Guinea |
El paro que, como uno de los más graves problemas de nuestra hora presente, preocupa a todos, va tomando proporciones realmente alarmantes. Un millón y medio de desocupados, son demasiados, porque si pensamos que la mitad de ellos pueden ser cabezas de familia, había que suponer casi un número de tres millones de personas, al menos, en circunstancias críticas.
Casi siempre, por ser posiblemente los más afectados, se suelen referir los comentadores y periodistas, al paro obrero. Normalmente todavía seguimos la mayoría de las personas entendiendo como obrero el que hace un trabajo material valorado en la fábrica, en el campo, en servicios en general musculares o físicos. Pero, quizás por ser menor el número, pero no por ello mejor su situación, nos solemos olvidar de los parados, vamos a llamarles intelectuales, es decir de aquellos que han buscado una finalidad en su vida poniendo en juego sus actitudes de conocimiento científico, su ejercicio mental, su disposición hacia la enseñanza o la investigación.
Este tipo de ocupación, no sé por qué, no tiene, a la hora de reconocer sus derechos, la misma repercusión masiva que en los comentarios y las críticas generales tiene el obrero. Parece como si el ser intelectual fuese algo que puede liberarse de un salario, que está exento de necesidades materiales y que, por eso de utilizar su mente como arma, puede alimentarse de pensamientos, de ensueños y de buenas razones.
Creo que es hora de equiparar, a unos y a otros, cuando de solucionar su problema fundamental, que es la vida, se trata. En una sociedad que necesariamente ha de repartirse las funciones, todos tenemos derecho indiscutible al trabajo, porque, en el fondo, la verdadera justicia está en delimitar perfectamente qué miles de personas, que cobran y viven del dinero de la comunidad, hacen el “maula” continuamente y no cumplen la ley inexorable del trabajo. Son todos eso miles de “listillos” que aparentan trabajar y que durante toda su vida no han dado golpe, que son parásitos intolerables de los demás, muérdagos que chupan la sabia honorable de los laboriosos, y que siguen ahí, en sus puestos, sin que una sola revisión seria venga a comprobar cuál ha sido su contribución efectiva a la comunidad. Para mí al menos, dado el cambio de valores que se está produciendo, sigue vigente este criterio: sólo el trabajo, o mejor el trabajador, es decir, el que trabaja a cualquier nivel, tiene derecho a sostenerse y a vivir en sociedad. Sólo quien ha demostrado, y demuestra continuamente, que colabora en el haber común, con su dedicación plena en el puesto en que está colocado, merece ser atendido y escuchado. En nuestro país esa ley que se llama –o se llamó, pues no sé si ha sido suprimida- “de vagos y maleantes”, sólo se pone en marcha para los segundos, pues los primeros, los vagos, son tantos, que cada cinco minutos tendría que entrar en los juzgados una denuncia.
Y la verdad es, que clama al cielo que existiendo tanto vago viviendo del cuento, y a veces bien, con sueldos no menospreciables, existan muchos dignos trabajadores que no encuentran sitio donde poder ejercer el derecho a ser útiles en el puesto para el que están dotados.
Echemos a los vagos, a tantos vagos como existen (en la fábrica, en las oficinas, en la administración, en la enseñanza). Aunque sean simpáticos y dicharacheros, aunque incluso –como muchas veces suele suceder- se nos presenten, para disimular su inoperancia, como defensores acérrimos de los derechos del verdadero trabajador. Yo creo que esta operación solucionaría, sin duda el paro, y aún quedarían muchísimos puestos vacíos a llenar con las futuras generaciones. En España son muchos los que verdaderamente trabajan, pero infinitos los que nos engañan con la ya endémica y tradicional picaresca, tan enraizada en nuestra cultura. Ya es hora de que se abra la veda de los vagos, ya es hora de que se desenmascare el juego sucio de estos “chupópteros” que, como el cuco de la fábula, ponen los huevos en los nidos ajenos(106).
(106) Nota actual: Sin comentarios. No creo que la cosa haya mejorado, después de treinta años. Y en cuanto al número de parados, de los que me asustaba yo al considerar muchos el millón y medio, ¿qué podemos decir de los casi cinco millones que ahora existen? ¿Se puede hablar de progreso en estas circunstancias? ¿A dónde vamos y qué esperamos después de treinta años de “espíritu” socializante? ¿Es a este caos a dónde nos conduce la supuesta y bien ensalzada democracia? Juzguen ustedes, mis lectores, porque yo cada vez entiendo menos.
0 comentarios:
Publicar un comentario