15 noviembre 1978
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Ilustración G. Guinea |
Exactamente igual que me complazco en criticar aquellas cosas que no me parecen bien, creo que, a lo largo de mis intervenciones en este espacio Artes y Letras, he alabado en su medida todo aquello que debía de ser ensalzado. Sé perfectamente que opero a veces con excesiva –o aparentemente excesiva- dureza y que suelen ser más abundantes mis juicios negativos que los positivos. Pero de ello –puedo jurarlo- no tengo yo la culpa, sino el pecado original del hombre que le aparta de alcanzar el punto supremo de la perfección. Como nadie es perfecto, ni completo, y todos llevamos un lastre suficientemente pesado de deficiencias y desaciertos, no puede parecer extraño ni forzado, que mis intervenciones traten de presentar los defectos para que, incluso, con ello queden bien patentes las virtudes. En esto sí que existe un comunismo estabilizador que da a cada quisqui sus medidas positivas y negativas. “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” o “nadie está libre de culpa”, desde el supremo gobernante hasta el súbdito más humilde, desde el pomposo obispo hasta el cura rural olvidado. Todos tenemos nuestro reparto, bastante equitativo, de lacras y chapuzas. Una de las luchas más fervientes del individuo, es corregir sus defectos o, si esto no es posible, ocultarlos al menos. Por ello, quien tiene que ejercer el poco apetecible oficio de cronista de hechos o de enjuiciador de acciones o de responsabilidades no suele ser bien visto, porque a nadie le produce alegría el aparecer públicamente con los defectos naturales de su rostro.
Pero una cosa es presentar verrugas o granos que existen y otra desfigurar preconcebidamente el rostro del retratado, no porque así sea realmente, sino porque de esta manera se le afea ante los ojos y la opinión de la calle. Una cosa es ser crítico y otra verdugo. No es lo mismo reflejar la figura ante un espejo normal, que ofrece una imagen no deformada, que hacer creer a la gente, que las exageraciones que muestra un espejo parabólico, son defectos consustanciales de la persona a quien se trata de menospreciar. Salgo así al paso de algunos ciudadanos que parecen gozar extraordinariamente en hacer resaltar, con aumento, las imperfecciones de sus vecinos, de modo y manera que crean de ellos una imagen que, a fuerza de exageraciones, no tiene nada que ver con la realidad. Son ellos entusiastas de las amplificaciones que hacen de dos granos de arena un desierto, o de tres árboles un bosque. El caso es desprestigiar, demoler, rebajar las cifras positivas de su congénere, muchas veces porque es su enemigo, otras porque se le envidia y otras –simplemente- porque resulta interesante y divertido negar créditos y honras.
En esto los periodistas, tal vez por ese deformador criterio de lo sensacional, suelen ser expertísimos maestros; sobre todo los periodistas que representan las voces de contrincantes políticos. Me gustaría poder hacer una tesis doctoral sobre un tema que podría, más o menos, enunciarse así: “Sobre las deformaciones consentidas y conscientes de la prensa actual”. Podría tener varios capítulos o apartados, tales como: “De las alteraciones demagógicas de la realidad”; “De los estribillos mil veces repetidos sobre el pasado”; “De la desfachatez de quien se cree el único portavoz del pueblo”; “De la forma indirecta por la que la política puede servir de pretexto para el insulto”, etc., etc.
El alterar la realidad y la verdad, jamás puede justificarse, porque no hay fin, por muy puro y loable que sea, que autorice a utilizar medios no decentes. Es normal, por ejemplo, si se intenta desprestigiar a una persona, el juzgarla primero con frases laudatorias, que adoban la apariencia de un buen corazón en quien realiza la crítica, para, a renglón seguido, y como una mera apostilla, colocar el consabido “pero”…que viene a destruir el taimado elogio inicial. “Es muy eficiente, sí –se suele decir- pero está loco, o es un exaltado o un colérico, o le falta diplomacia en el trato”. El caso es borrar y ocultar o distraer las cualidades y las acciones positivas, bien patentes. Como éstas no se pueden negar sin sonrojo, lo mejor es colocar, en parangón, defectos muy difíciles de comprobar, porque así el juego tiene muchas posibilidades de ganarse. ¡Cuántos volúmenes podrían escribirse anotando solamente las destrucciones que de empresas valiosas, de creaciones geniales, ha hecho, con este simple procedimiento del descrédito, del “pero”, la vileza soterrada de personas que incluso siguen manteniendo un prestigio en la sociedad.
Si algún día quedasen en cueros vivos, en pornográfica presencia, tantas actuaciones, demoledoras de la fama y del trabajo, de muchas personas dignas del reconocimiento y de la admiración, veríamos cosas muy sabrosas, y nos asustaríamos de saber qué bocas habían sido las provocadoras del hundimiento de determinadas iniciativas e incluso de la salud y la alegría de determinadas personas que, ilusionadamente, pusieron todo su corazón y su empeño en hacer algo positivo, en bien de la humanidad o en bien simplemente de la cultura o del arte.
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