06 Julio 1976
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Ilustración G. Guinea |
El pasado domingo fuimos testigos en el pueblo asturiano de Cimiano, próximo a Panes, de algo que podemos calificar de recesión al pasado: la bendición de un santo, un San Sebastián, tallado por manos auténticamente populares, las de un artesano de los que se extinguen, un almadreñero, que puso toda su alma en realizar algo ahora inusitado pero que, en pasados siglos, fue el pan nuestro de cada día: la creación de un arte popular que llenó materialmente nuestras iglesias.
Desde las primeras horas de la mañana fueron congregándose en los prados y arboledas que enmarcan la humilde ermita de Nuestra Señora de la Virgen del Río, gran número de vecinos de Cimiano y aledaños, entre los que abundaba la juventud. Hacía calor, un calor tormentoso, aplacado por unas nubes que de vez en cuando dejaban caer algunas gotas. La campana de la pequeña espadaña volteaba locamente sonando en el valle y en las cuestas como siempre sonó, hace 50, 100, 200 años. Algo resucitaba allí; el día no, porque éste invariablemente se viene repitiendo desde que la tierra es tierra, para iluminar castaños, fresnos, avellanos, y el arroyo que allí se retuerce tan sólo con un hilo de agua que difícilmente llega a cubrir los pies del caminante. Lo que revivía era la nostalgia del hombre campesino, que parecía muerta desde hace años, y las historias apacibles de su vida. Recuerdos para mi, también, de una niñez que jamás ya volverán.
La ermita se fue llenando de gente alborozada y feliz. ¿Estábamos en 1976, o era simplemente un día de fiesta de un julio cualquiera del siglo XVII?
El San Sebastián se levantaba alto, en el presbiterio, bajo el arcosolium pétreo de un toral con capiteles de cabezas cortadas y racimos de uvas. En sus andas florecían, recién arrancados, manojos de azucenas, lirios y flores del campo. La misa, bendición y plática corrieron a cargo del Padre Antonio Niceas, capellán de las clarisas de Santillana y director del Museo Diocesano de Arte popular. Desde el campizo exterior, con la puerta abierta, se oían perfectamente sus palabras. Pito, tambor y acordeón, sonaron en la celebración, como antaño.
Luego se inició la procesión. El santo, brillante y nuevo, pero viejísimo, se traslada mecido por imponentes saltos. Su sangre resbalaba por el pecho y por sus brazos hercúleos. La gente esperaba el milagro de la lluvia. El cura del pueblo –el beneficiado- estaba allí, y también el alcalde –el corregidor-. Algunas monjas con sus hábitos, representando monasterios innominados. Y el maestro de la obra -el imaginero y policromador- el que había realizado las encarnaciones del santo de madera de cerezo. La imagen, en volandas, pasó una portilla y desfiló bajo los portales. Se mezclaban las voces del pueblo cantor y penitente y el sonido brillante de la campana.
Mientras tanto, ardían las lumbreras de madera de roble donde el médico del lugar preparaba paella a grandes cantidades para obsequiar a los romeros. Comieron todos, como en el Evangelio, y aún sobraron espuertas de pan y platos de tortilla. Se bailó, se cantó y nadie tuvo deseo de modernidades.
Más tarde, los dueños de la casona, dominadora del paisaje, y llena de escudos, hicieron correr la sidra como regalo, sidra espumante y fresca de las manzanas de Cimiano ¿Venía su dueño de las Indias, de las costas y montañas de Chile?
Pero el santo no se quedó allí, en la ermita donde nació al culto. Esto hubiera sido, si verdaderamente hubiésemos estado en ese siglo xvii que parecía. San Sebastián, siempre sangriento y estático, obra del pueblo, fue cargado en un jeep y trasladado a su asiento definitivo, una sala del museo de arte popular de Santillana. Creemos que así se clausuró en Cimiano, una aldea de Asturias, la larga etapa de trabajo de nuestros clásicos imagineros del pueblo(48).
(48) Nota actual: Solamente recordar aquel día inolvidable en el que Don Antonio quiso hacernos ver, en vivo, lo que debió de ser una romería en una aldea del siglo XVII, cuando se inauguraba una imagen del santo patrono.
No quiero dejar de aprovechar la ocasión que me ofrece esta charla, para recordar la personalidad originalísima e inteligente de D. Antonio Niceas, que fue uno de los sacerdotes que con su carácter abierto y espontáneo sabía ganarse en pocos minutos la confianza y afecto de quien llegaba a conocerle y que, por su sinceridad y hombría de bien, conseguía que al momento se abriesen los cauces de una amistad verdadera.
Campurriano de Reinosa, yo le conocía siendo ya capellán de las monjas clarisas de Santillana, a las que, por su temperamento diligente y activo, logró sacarlas de momentos muy difíciles por los que pasaban. Entusiasta del arte, dedicó la vida, a partir de los primeros años 60, a conseguir que el convento pudiese adaptarse con el trabajo de las monjas a algo productivo y de carácter artístico. Primero, con su inventiva y clarividencia, instaló en él exposiciones de los mejores pintores abstractos del momento, pero pronto comprendió que lo más persistente, más cultural y más rentable, sería crear un museo donde se pudiesen salvar las viejas imágenes de arte popular que, como consecuencia del Concilio Vaticano II se estaban retirando de las iglesias.
Como Consejero de Bellas Artes de la provincia, yo le ayudé en su empeño. Me enteré un día que en Suano, el cura párroco había sacado al pórtico de la iglesia, siete u ocho imágenes de santos que quería vender para adquirir un coche que le permitiese visitar las varias iglesias que tenía. Debía de ser el verano de 1962, cuando un día llegó a Santander el entonces Director General de Bellas Artes, el profesor y Doctor D. Gratiniano Nieto Gallo, y yo conseguí llevarle, con el presidente de la Diputación de Santander, D. Pedro Escalante Huidobro, hasta Suano. Evidentemente estaban en el pórtico las consabidas imágenes, y ahí mismo se convino que se comprase por la Diputación y se llevasen al iniciado museo que estaba creando el P. Niceas.
Este, termino en relativamente poco tiempo, y salvando numerosas dificultades, recorriendo las iglesias de Cantabria, originándose así, el Museo Diocesano de las clarisas de Santillana, museo de arte popular religioso que es uno de los más originales en España de este tipo.
Pero el P. Niceas hizo aún algo más: consiguió traer varias veces a un restaurador de Madrid que enseñó a restaurar imágenes y cuadros a las monjas; y además recogió los documentos que estaban casi olvidados en las sacristías, creando también un archivo diocesano, con todas las condiciones de conservación más modernas para el mantenimiento de los manuscritos.
De verdad, con la muerte del padre Antonio Niceas, Santillana perdió uno de los hombres más singulares y admirados de la villa.
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