16 o 30 junio 1976
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Ilustración G. Guinea |
Ahora, en estos días finales de junio, el tema cultural se centra fundamentalmente en esas pruebas que conocemos por exámenes y que todos los centros, a todos los niveles, organizan, para que sus alumnos den el do de pecho definitivo para un verano tranquilo, o, al contrario, suelten un gallo o varios de ignorancia que les hará esclavos de los libros durante el cálido verano. Cuando caliente el sol aquí en la playa y en todas las de nuestras recortadas costas, unos vivirán en el alegre y descansado ocio y otros vivirán su preocupación infinita por lo que deberían de estar trabajando; pero eso sí, sin diferenciarse mucho en horas de asueto de aquellos compañeros que salvaron las vallas del examen. Porque el verano es el verano, y está escrito que nadie estudió en verano lo que no estudió en invierno. Y así como éste, naturalmente, se presenta apto a las encerronas, vamos a llamar didácticas, orquestado por el frío, la humedad, la cortedad de la luz, que se suman para crear ambientes de intimidad y de estudio, el verano, con opuestas características: luminosidad, sol ardiente, ríos apetitosos, playas excitantes, etc., etc., etc., y también naturalmente, como un revulsivo para las exclaustraciones y el momento más oportuno para estudiar las fuerzas vivas de los paisajes salvajes, el periodo de las emociones de la vida corporal y el de las relaciones indispensables y directas con una maestra más sabia que todos los profesores juntos: la Naturaleza.
Yo no soy defensor ni detractor de los exámenes. Parece, por lo que voy viviendo y por lo que han vivido generaciones anteriores, desde el Paleolítico, que no existe otra posibilidad de saber si se sabe, que diciendo lo que se sabe. Y para que la sociedad seleccione quienes son los que van aprendiendo no tiene otro procedimiento que preguntárselo. La manera de hacerlo es ya cuestión de criterios. Alguien ha dicho que los exámenes son las injusticias más justas para hacer justicia, significando con ello su relatividad pero también su absoluta necesidad.
Sobrarían, sin duda, los exámenes, si todo el mundo tuviese la conciencia al máximo de su responsabilidad, pero desgraciadamente esto de la conciencia es algo que falla en principio y que, al contrario que el valor, la experiencia viene demostrando que no puede suponerse. También sobrarían los exámenes si los estudiantes estuviesen todos encajados en una indiscutible y firme vocación. Pero esto aún tiene menos realidad que la conciencia del deber. Se eligen carreras o estudios un poco al tuntún, por apetencias económicas, más que por inclinación verdadera hacia una disciplina concreta. El resultado será siempre decepcionante, y el procedimiento fabrica mucho más resentidos que entusiastas. He aquí un problema de base: situar a todos en el puesto que por vocación les corresponde. Sería sin duda el mejor remedio para evitar, o llevar con lógica alegría, este siempre trago tan discutido de los exámenes(47).
(47) Nota actual: Sin comentarios. Sigue sirviendo, pues ni la responsabilidad ha ganado puntos, sino más bien al contrario, ni tampoco la vocación del estudiante puede estar bien determinada si ella depende del valor de una nota en la selectividad.
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