13 Julio 1976
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Portada de "El Santero de San Saturo" Colección Austral. Ed. Espasa Calpe |
Ha muerto Gaya Nuño. Silenciosamente, después de una vida dedicada a la Historia del Arte, sin aspavientos, sin publicidades; tan en las sombras como vivió, ha muerto Gaya Nuño. La crítica de arte –la buena crítica de arte, limpia, ausente de tópicos comunes, exacta y sincera- se ha quedado sin uno de sus más valiosos favorecedores. Y también las iglesias románicas de Soria, que un día le vieron frente a sí, cargados sus ojos de viejas esculturas simbólicas, de capiteles evocadores, de pantocrátors majestuosamente definidores, han perdido su melancólica mirada y su pensamiento excelso. Ya no volverá el bueno de Gaya Nuño a meditar tristezas allí donde Machado había sembrado de versos los caminos.
Ha muerto Gaya Nuño, y sus amigos y sus admiradores se han quedado enormemente desolados. Yo le veía, casi todos los años, en su visita obligada al Museo de Prehistoria. Él, que conocía como nadie los museos de España, en sus aciertos y en sus miserias, jamás, si venía a Santander, olvidaba el recuerdo de la amistad y la charla reposada que iba enlazando un año tras otro las impresiones que el tiempo inexorable quería borrar.
Con su cabeza despeinada, especialmente distinta, sus ojos tristes, su hablar pausado y silencioso, como de vuelta ya de todas las tormentas y de todos los desengaños, Gaya Nuño, el hombre que parecía guardar la filosofía escéptica de una humanidad pobre e imperfecta, iba y venía, de ciudad en ciudad, de conferencia en conferencia, poniendo siempre en sus palabras, junto a su enorme sabiduría, un poco de su alma cansada y bondadosa.
Magnífico escritor, excelente analista no sólo de la forma sino del fondo de las cosas, Gaya Nuño mereció, sin duda, mejor suerte, aunque no la desease. Vivía en sí mismo, con un amor abierto siempre al pensamiento, emitiendo sensibilidad, naturalmente, sin esfuerzo, exactamente igual que el tomillo vierte su aroma. Recuerdo su prosa en el Santero de San Saturio, llena de un encanto descriptivo y popular que lo enlazaba con la generación del 98.
Trabajador incansable, fue toda su vida incapaz de mendigar beneficios, ni tuvo tampoco aspiraciones de honores públicos, porque su corazón volaba muy por encima de los incensarios, estando su pensamiento mucho más cerca de los silencios desiertos que de las aclamaciones fingidas.
Muy bien hubiera podido ser, por su aspecto físico y por su profundidad de alma, modelo de un San Bruno de Mena o cartujo en Miraflores. Llevaba consigo, siempre, un halo de mística y de verdad. En el fondo fue un gran poeta, rezumando toda su obra humanísima comprensión que no ocultaba, sin embargo, un dejo de añorado apartamiento.
Se nos fue Gaya Nuño, relativamente joven, todavía, aunque viejo de experiencia. Se marchó con mudez, haciendo de la muerte una final etapa no más trágica que las anteriores de la vida. Sabía muy bien, el buen amigo, que si vivió silencioso mucho más silencioso debería de morir.
Hoy le lloran quienes le conocieron de verdad, en su intimidad, en sus escritos, en sus exactos juicios sobre el arte. Hoy le llora, le debe de llorar, como pérdida irreparable, la cultura española. Y también le lloran, con esos lloros insensibles de la piedra, las pequeñas iglesias románicas de Soria. Se fue como persona, pero nos ha dejado su palabra y su pensamiento. Y algo que no pudo llevarse consigo, y que es más importante aún que su obra, su bondad y su ejemplo(49).
(49) Nota actual: Pasados los años, y cada vez que le evoco, volvería a escribir la necrológica con la que le despedí el 13 de julio de 1976, sin variar una sola palabra, ni perder un solo grado de emoción sincera con la que siempre le he recordado.
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