18 Agosto 1976
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Ilustración G. Guinea |
Tantas veces he clamado en todas direcciones, por escrito, de palabra, al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, en relación con la conservación de nuestro patrimonio artístico provincial de carácter humilde, es decir aquel que no llega a tener una categoría como para ser declarado monumento nacional, que tengo la garganta inflamada, la pluma gastada y el ánimo por los suelos. Lamentable es ciertamente que una provincia que se dice culta, como la nuestra, tenga en absoluto abandono tantos testimonios del pasado que la ennoblecen y la prestigian. De tal forma se encuentran algunos de ellos que el prestigio se transforma en descrédito y la nobleza en ruindad y desinterés. Y lo que, si de ello nos ocupásemos, podríamos enseñar con orgullo, nos vemos obligados a ocultarlo con vergüenza, evitando mostrar aquello que es señal inequívoca de nuestra desidia. Ahí están nuestras casonas, en ruinas la mayoría, pasto de la yedra y la zarza o, lo que es aún peor, de negociantes desaprensivos que arrancan, trasladan, mezclan, pastichean y adulteran. Escudos de un solar de Cabuérniga, pongo por ejemplo, que mañana aparecen en Hoz de Anero, en Algeciras o en Tegucigalpa, sin que una simple comunicación a las entidades encargadas de su estudio pueda al menos dejar constancia de su nuevo emplazamiento. ¿Qué hacen los alcaldes de los pueblos, villas o concejos? Por ley son ellos los encargados, no digo ya de restaurar lo que se cae, porque naturalmente carecen siempre de fondos para ello, pero sí, al menos –y esto es absolutamente gratuito- de impedir, sin previo permiso de la Dirección General del Patrimonio Artístico, se desmonten escudos, portaladas, cruces de término, humilladeros, casonas, etc., o se modifiquen sus estructuras. Ellos tienen absoluto poder para exigir este permiso e impedir cualquier modificación si este no existe. ¡Cuánta labor podrían hacer en defensa de nuestro patrimonio artístico con sólo aplicar este pequeño detalle! A ver, si merced a estas ondas de Radio Nacional los alcaldes de nuestra provincia, y también los propios vecinos, colaboran para salvar todos aquellos viejos monumentos y ruinas que en cada valle son conocidos como algo peculiar y tradicional en el paisaje del pueblo o de sus alrededores. Santander y la cultura se lo agradecerían.
Como agradecerían también –y voy a poner un caso que acabo de sentir en vivo, como algo que me ha llenado de tristeza y de imposibilidad- si alguien, autoridad, empresa, entidad privada o pública, particular o simple amante de nuestras tradiciones, o todos a la vez, se decidiese a salvar de su lenta destrucción a una ermita bellísima, dominadora y centro del pueblo de Liérganes, cuya advocación es de San Sebastián. ¡Da pena, da grima, envuelve en pesadumbre y produce dolor, ver como un viejo monasterio de templarios, de comienzos del siglo xiii, con una organización arquitectónica verdaderamente singular, se está viniendo abajo, y nadie ¡absolutamente nadie! acude a su salvación. Si es que no se siente el arte, ¿tampoco acaso se vibra ya por la tradición, por el amor a la historia, por la credencial de nobleza de un pueblo?; ¿tan fríos estamos, tan ajenos nos hemos vuelto, que ya permitimos ver hundirse, impasibles, el escenario de los sentimientos, emociones, penas y cariños de nuestros abuelos? No acuso, naturalmente, a nadie en particular. Mis interrogaciones, surgidas más bien de la desesperanza, se dirigen a toda la sociedad, a esta sociedad actual que gasta dinero a borbotones, muchas veces en insensateces, y permanece dura e indiferente ante problemas de verdadera entidad, como en este caso es la defensa de estos testigos –cada vez más reducidos- del espíritu y del quehacer de nuestros antepasados. ¿Tampoco existe ya un mínimo sentido religioso que se conmueva ante la destrucción de un templo que fue cobijo de tantas y tan antiguas inquietudes superiores? Y entonces qué, ¿a qué nos dedicamos? ¿Qué vamos a ofrecer de digno a las futuras generaciones? ¿Cafeterías, campos de fútbol, boites o similares?
Cuando el otro día subía y bajaba a pie (subir a pie es ya algo inaudito, casi prehistórico) el camino pendiente y penitencial que desde el mismo centro de Liérganes lleva a San Sebastián, empedrado, bordeado de cruces, como un pequeño Gólgota olvidado, he sentido una cierta vergüenza y una irreprimible congoja. Pensé, mientras subía, y volví a repensar de nuevo en tanto bajaba, que el destino de todo lo viejo, aunque sea muy digno de seguir viviendo, es hundirse para siempre en la desaparición, caer –porque ya no existe fervor de nadie- en el olvido, en la ruina y en el abandono, que, al fin y al cabo, es caer en la muerte.
Pero ya sé, desgraciadamente, que mi voz será, como siempre, esa voz que clama en el desierto, y que vendrá otro invierno, otro verano, diez inviernos más y diez veranos, y la ermita de San Sebastián, vigía muda y sufrida del bello pueblo de Liérganes, seguirá sola, en lo alto, sin el amor de nadie, sin la atención de nadie (como tantas otras iglesias y casonas de nuestra pobre provincia), esperando el momento de la destrucción final y el triunfo, con su caída, de la yedra, de la zarza, y, lo que es más lamentable, de la apatía actual e irresponsable del hombre. Porque dinero hay -¡cómo no!- pero ya no para estas cosas, cuyo pecado ¡ay! es que son simplemente evocadoras y no rentables(54).
(54) Nota actual: Felizmente el tiempo y la restauración y limpieza han recuperado la dignidad de esta iglesia.
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