¡Qué vacaciones!

22 junio 1977


Ilustración G. Guinea
  Se acerca el verano, y con él lo cultural: escuelas, colegios, universidad, conferencias, etc., se preparan para cerrarse en un paréntesis de descanso. Porque los próximos meses de julio y agosto, como todos los años, se aprovechan sobre todo para almacenar sol, brisas, mar y campo. Y si así fuese de verdad, y el veraneo favoreciese el acercamiento real a la naturaleza, a sus soledades y a la vida al aire libre, que tanto necesitamos, estos dos meses venideros servirían para compensar un poco el envenenamiento de fábricas y el acoso de las masas que muchos de los españoles sufren sin remedio. Pero el hecho es que pocos saben y quieren apartarse en sus vacaciones. Gentes que viven en ciudades populosas, prefieren veranear en otras semejantes; de manera que son incapaces de sustituir la urbe por la aldea, y, aunque en otro ambiente, sin duda más fresco y apetecible, no abandonan su ya arraigada costumbre del café, la tasca o el cine. No cabe duda, que el asfalto moldea de manera casi definitiva el carácter del hombre ciudadano, que ya no conoce o no aprecia o no entiende, los placeres del apartamiento, y que vive la naturaleza tan sólo como un tránsito, sin saber gozar su profundo manantial de emociones y sugerencias.

  Sólo una minoría vuelve, ávida, al verdadero descanso de los bosques tranquilos y solos; de los ríos, muy pocos, todavía transparentes; de los caminos largos, soleados o en sombra, que cruzan parajes donde nadie habita. Escasas son las personas que se aíslan en su casita, propia o alquilada, de algún pueblo lejano donde sólo ven los cuatro o cinco vecinos que quedan, y duermen tranquilos, día a día y noche a noche, envueltos siempre en el más absoluto silencio. Para la inmensa mayoría de los hombres modernos una vida así provoca el aburrimiento, porque su naturaleza, desde pequeños, se ha viciado en un mundo de ruidos, barullo humano, rapideces alocadas y entretenimientos absolutamente superficiales. Ya no sentimos ninguna necesidad de buscar los rincones en donde el tiempo transcurre como siempre transcurrió, minuto a minuto, en el cruce del sol desde el saliente a su puesta. Preferimos amontonarnos en las playas de moda, sintiendo casi el aliento de un vecino desconocido, viviendo el espacio reducido que nos corresponde como en un reparto proporcional de escasísimos metros cuadrados.
 
 
Y luego, por las tardes, nos disparamos en un coche para hacer turismo. Y turismo quiere decir hacer kilómetros y kilómetros por carreteras, pasar los pueblos –y verlos- con la rapidez de una película. “Mira aquel puente, y aquella torre. A la derecha se ve una iglesia, más arriba un bosque de robles”. Y terminamos después en un teleférico o en una capilla mozárabe. Y el teleférico nos sube, sin pena ni gloria, donde tendríamos que haber subido a pie, andando, viviendo, conquistando. Y la iglesia mozárabe se nos ofrece en tropelía de gente y tenemos que ver los capiteles detrás de veinte cabelleras de turistas mejor o peor vestidos.

  Y cuando volvemos, en septiembre, a nuestras normales ocupaciones, llegamos cansados, ahítos de paisaje entrevisto sólo por ventanillas, sin haber disfrutado sus vivencias, archivadas en la mente y en el recuerdo como tiras inmensas de postales a todo color, pura cartulina que nada dice.

  Se acabaron los veraneos familiares de meriendas, excursiones a pie, recogida de manzanilla, salidas con el campesino a cortar leña al monte, tardes de romería en las praderas cascando las avellanas. La ciudad se ha impuesto como un castigo y ya hasta nos ha acaparado para el descanso y el veraneo(78).

(78) Nota actual: Esto que exponía en el 77, sigue ahora igualmente vigente, pero con más exageración aún.


0 comentarios:

Publicar un comentario