15 junio 1977
Reconocido es, por estadísticas –aunque no sean para mí muy dignas de credibilidad, por enemigo que soy de aplicar las matemáticas a reacciones muy personales del hombre- que los españoles leemos muy poco. Creo que somos el país europeo que menos lee. Lo cual, si ello es cierto, viene a clavarnos en todo lo alto una banderilla un tanto vergonzante. Pero, como “por los hechos les reconoceréis”, estimo que no hacen falta estadísticas para apercibirnos a bote pronto, sin más que rozar el talante general de los españoles, que ciertamente somos un pueblo muy desinteresado por la letra impresa, y mucho más interesado por sentar cátedra de oratoria –puras palabras- en cualquier rincón un poco cómodo que se nos prepare. Pero como nos falta base de ideas, conocimientos, selecciones de estos, criterios históricos y demás aditamentos que sólo se consiguen con el estudio o con la lectura, resultan pobrísimas nuestras intervenciones dialécticas, lo cual ha podido comprobarse en el desarrollo de la mayoría de los mítines pronunciados – y muchas veces gritados- en la campaña electoral que acaba de concluir. El nivel general de cultura de los candidatos (salvo raras y muy dignas excepciones) no creo que pudiera pasar, ante un tribunal exigente, de una puntuación por debajo de cinco, es decir un suspenso bastante claro, que les obligaría a comenzar de nuevo sus estudios de bachillerato. Pero como los hechos ahí están, y con estos “bueyes hemos de arar”, esperamos que los candidatos que salgan elegidos para el Congreso y el Senado, repasen rápidamente, aunque sea en los cuadros sinópticos de EPESA, S.A., algo de lo que les va a ser absolutamente necesario para las discusiones en ambas cámaras, no sea que cuando se intente redactar la nueva constitución y se haga mención, por alguno, de antecedentes jurídicos, el sesenta por ciento de los diputados y senadores de nuevo cuño, recién saliditos del troquel democrático, intenten disimular su ignorancia contando los cristales de las lámparas o haciendo dibujitos en sus carpetas. A no ser que se les tenga allí como simples corifeos, que den el fondo musical de tres o cuatros solistas.
Ya me gustaría, más concretamente, conocer cómo está esto de la lectura en Santander, y cómo estamos –por arriba o por abajo- en la media nacional. ¿Leemos más o menos que en otras provincias? Tenemos buenas librerías, con abundante material y excelente organización. Dígalo si no la librería Estudio que acaba de ser premiada con un título nacional, que creemos justísimo, pues de siempre conocemos los santanderinos la eficiencia de esta empresa, orgullo cierto en una provincia que tan pocos orgullos nacionales puede presentar. Últimamente ha ampliado su actividad al orden editorial y parece que va a poder llenar así, publicando obras montañesas, el vacío dejado por instituciones culturales que desgraciadamente han entrado en picado. Algo, pues, anima el panorama raquítico de La Montaña este auge de una de sus principales librerías. Pero ¿da esto medida de las inclinaciones culturales de los santanderinos? ¿Cuántos libros se compran, y de ellos cuántos se leen? Porque hay quien compra para almacenar, más que para leer, o por estética y adorno de un salón confortable.
No nos engañemos; ahora y siempre, en el pasado y para el futuro, la verdadera fuente de la cultura tiene que ser la lectura personal, el contacto directo y exclusivo de una mente, en solitario, con uno o varios cuerpos de doctrina, de manera que el pensamiento, la imaginación y la potencia creadora del individuo puedan desenvolverse con espacio de tiempo suficiente para que se produzcan reacciones, aceptaciones o rechazos. Porque la sola cultura visual, televisiva por ejemplo, es sólo una distracción mental que ni profundiza ni afecta, y que se disuelve sin apenas dejar huella efectiva.
Volver al libro, volver a las horas de ocio, pausadamente aprovechadas, es algo que a gritos está pidiendo, no sólo la cultura, sino incluso la salud mental del hombre moderno, al que la sociedad de consumo ha desplazado de su centro de equilibrio natural(77).
(77) Nota actual: Evidentemente, una de las ventajas del regionalismo bien empleado, es la de dar a conocer lo que la región puede ofrecer si se la llega a estudiar en el detalle. Y así hemos visto cómo a partir de la regionalización y de las autonomías, se han disparado las ediciones de libros de Historia regional, municipal y hasta aldeano. Esto ha contribuido a crear un deseo verdaderamente provechoso de conocer la historia y el arte de lo más próximo, que antes se olvidaba o diluía en estudios y trabajos de valor nacional. Pero, contrariamente –y esto es absolutamente censurable y digno de reprobación- ha coadyuvado a que algunos regionalismos se apropien tan sólo para sí, acciones o acontecimientos que deben verse, estudiarse e interpretarse en un ámbito nacional; e incluso por un afán regionalista, creo que enfermizo, se creen como existentes cosas, acciones, símbolos, lenguajes, etc., que nunca lo fueron, falsificándose así la verdad histórica.
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