21 enero 1976
El sábado pasado la colonia de campurrianos de Santander celebró su famosa fiesta anual de La Pantortilla, que este año ha tenido un tinte realmente cultural, ya que se premió en ella la labor de dos personas muy directamente relacionadas con la etnología y con nuestras artes populares: a D. Antonio Niceas, por la creación del Museo Diocesano en Santillana del Mar y a Lin el Airoso, el conocido rabelista, conservador de los cantos más viejos del pueblo. Como allí se dijo, había cierto parentesco entre los dos homenajeados campurrianos. El uno –Antonio Niceas- había conseguido salvar la imaginería artesana, librándola de la venta desconsiderada y del comercio de los anticuarios. El trabajo religioso de nuestros campesinos artistas, que crearon con la gubia todos esos “santucos” que llenaron las iglesias y ermitas de los valles montañeses, hoy se puede contemplar en el bello convento de Regina Coeli perfectamente instaladas las piezas y revalorizadas después de una perfecta restauración en el taller del Museo. Lin el Airoso es como una especie de supervivencia milagrosa de una época irremisiblemente perdida y ya irrecuperable. El rabel conserva el vibrar de su cuerdas nostálgicas medievales, lamentos casi humanos que acompañan a la voz monótona del cantante. Tiene cierta cadencia, ancha, repetitiva, pero intensamente sugestiva y vieja. El rabel está ya representado en los relieves de las iglesias románicas, demostrándonos su rancio abolengo, su existencia de siglos. Su música podría muy bien servir como fondo de un desfile silencioso y callado de las imágenes rústicas, de roble, de nogal o de castaño, que hay sobre los pedestales blancos del Museo de escultura popular religiosa de Santillana. Ambos, la música del rabel y la figura de los santos de leño, son alma del pueblo anónimo, ya muerto, ya desaparecido, pero que aún nos sigue transmitiendo sus emociones más profundas.
Y en este acto de homenaje que un valle, el de Campoo, ha hecho a dos mantenedores de las esencias populares, estuvo presente también un coro eminentemente aldeano, el de los mozos de Fresno, que cantaron esas tonadas tradicionales campurrianas que representan, sin duda, el más rico folklore de La Montaña, el más puro y auténtico. ¡Lástima que ni Lin el Airoso, ni este Grupo de Fresno vean posible una continuidad, y que estemos asistiendo a los últimos destellos de unas tradiciones que ya parece están condenadas a la desaparición definitiva! Se habló hace años de la creación de una escuela que mantuviese vivos estos alientos populares, en fase agónica, y se recogiesen los finales suspiros de un viejo cuerpo social y humano que se muere. Pero ni ha cuajado esa escuela de rabelistas, de pandereteras, de bailes ancestrales, ni parece estamos en vías de que algún día surja. Y el caso es que no sé si ya llegamos a tiempo para conectar las nuevas generaciones con los últimos poseedores de unos recuerdos que pronto –muy pronto- se perderán para siempre.
Y así, de seguir con esta indiferencia hacia nuestros valores auténticamente raciales, base indudable del espíritu montañés, ya sean monumentales (casonas, escudos, portaladas, etc.) ya humanas (poesía, cantos, bailes, etc.), el porvenir de La Montaña es, a todas luces –y en este sentido- de una tristeza desoladora. Y cuando queramos volver los ojos a las raíces de nuestra alma, nos lamentaremos con que ésta está ya totalmente despersonalizada, hundida sin salvación en la estéril tierra de la vulgaridad y del uniformismo universal. Y con ello hemos perdido lo que nos hacía diferentes y lo que nos ennoblecía. Sencillamente nos transformaremos en un pueblo desligado de su historia, de sus costumbres y de la sangre siempre digna de sus antepasados. Seremos un pueblo nuevo, pero absurdo, que cercenó conscientemente todo aquello que le daba dignidad y pasado.
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