Nuestro sagrado patrimonio artístico

16 marzo 1977


Ilustración G. Guinea
  Recientemente la Dirección General del Patrimonio Artístico ha incoado expediente de declaración de monumento histórico-artístico nacional a varios conjuntos arquitectónicos o edificios pertenecientes a nuestra provincia de Santander. Con ello pretende salvarlos de su destrucción, de su abandono y del siempre posible ataque a que están continuamente expuestos por muy diversas circunstancias, como desinterés, obras de demolición, de ampliación, traslados incontrolados, etc. El aspecto de muchos de nuestros pueblos más característicos y más típicos, como Santillana o la puebla vieja de Laredo, hubiesen perdido todo su interés y su peculiaridad, de la que ahora nos sentimos los montañeses tan orgullosos (nadie deja de enseñar a sus amistades o huéspedes las bellezas de Santillana, por ejemplo), si se hubiese permitido el caos constructivo a que estos nuevos tiempos nos tienen acostumbrados. ¿Qué podríamos mostrar del encanto de Santillana, o del viejo Laredo, si se hubiese dejado campo libre a una actuación incontrolada? En estos momentos estarían sus casas modificadas por alturas de construcción moderna, se habrían destrozado las fachadas con tiendas que vendrían a romper el ambiente que hoy tanto elogiamos, el cemento y las casas de pisos habrían terminado con la belleza de las viejas rúas….
  Ahora ya, a nivel popular, se comprende perfectamente esta defensa de nuestros valores artísticos y ambientales, de nuestros rincones que todavía recogen el espíritu de otros siglos y civilizaciones. ¿Pero antes? Tan sólo hace diez o doce años, ¿quién apoyaba a los que defendíamos lo que ahora todo el mundo defiende? Me acuerdo que ello era una lucha a muerte, un golpear la cabeza contra el muro de la incomprensión, porque siempre nos tacharon de soñadores, de retrógrados, de historicistas o de poetas y, sobre todo –para más herir- de enemigos del progreso. Porque se pensaba (o se quería pensar por algunos) que el progreso de los pueblos es destruir para construir de nuevo, cuando, en realidad, todo verdadero progreso es primero conservación, respeto por lo anterior, conexión de formas de cultura y no “tabula rasa” salvaje y cretina. Lo que pasa, es que nos ha tocado siempre luchar con los negocios, con los beneficios explosivos en lo económico, con las aspiraciones rápidas de enriquecimiento, sea como sea, y bien sabemos que “poderoso caballero es don dinero”, y que más arrastran las pesetas que las carretas y que más convence el tintineo de la plata que un orador en la plaza.

  Cuando la cultura se vaya apoderando de los criterios, y estos consigan acomodarse a las líneas fundamentales de aquella, el problema (todavía real) de la destrucción de los monumentos y de las obras de arte se habrá solucionado. Claro que, para ello, se necesitan verdaderos misioneros dispuestos a sacrificar si no sus vidas, sí al menos sus amistades y su tranquilidad y hasta su buen nombre. Porque las fuerzas del mal (unas veces disfrazadas de ovejas sociales y otras de corderos políticos) todavía están dispuestas a arrasar –y sólo en su propio beneficio- hasta el rincón más evocador de nuestra historia o de nuestro arte. Para ellas todo esto no tiene importancia. ¿Qué allí vivió Pereda? ¿Y qué? ¿Qué es el solar de un montañés que fue arzobispo de Lima? ¿Y eso qué nos importa? ¿Qué es un edificio singular en la historia de nuestro arte? ¿Y para qué sirve el arte? Lo importante son las langostas y el Volkswagen, lo importante es vivir, ir al fútbol y fumarse un puro sobre las ruinas demolidas de una iglesia románica. El defender el paisaje, nuestra arquitectura popular, nuestras imágenes arrancadas de sus altares… ¡Bah! Todo eso es debilidad de carácter y de hombría. ¡El machismo español llegó hasta a esto! Pero en el fondo, lo que subyace bajo esta apariencia de desinterés por los valores espirituales del hombre es, simplemente, un afán desconsiderado y egoísta de negocios o de ventajismo. Por eso, cuando la cultura aclare y desenmascare todas estas posturas, nuestros monumentos, nuestros bosques, nuestros ríos, nuestros pobres escudos, nuestro patrimonio artístico y ambiental, en una palabra, encontrarán defensores hasta en el más humilde de nuestros labriegos. Porque esto es luchar por el pueblo, por el de ahora y por el que ha de venir; esto es salvar el pasado y las peculiaridades de Cantabria. La cultura consciente, que es el respeto al recuerdo de nuestros padres y a la vida digna de nuestros bisnietos, no puede ganarse con panfletos, ni con alharacas, ni menos con actitudes expectantes que están esperando hacia donde se inclina la bola. Cada uno en nuestro puesto, luchando a cara descubierta por lo que tenemos que defender, es lo que hay que pedir a los montañeses. Tal vez así, llegue el día en que, ante un pretendido destrozo de nuestros valores artísticos, salgan hasta de debajo de las piedras miles de voces dispuestas a no consentir el más pequeño deterioro a nuestro sagrado patrimonio(69).


(69) Nota actual: Ciertamente mucho de lo que yo pensaba que iba mejorando en relación con la defensa de nuestro Patrimonio, estos años primeros de la transición, y sobre todo los posteriores, tanto el patrimonio natural como el inmueble, han sufrido un ataque verdaderamente brutal a cuenta del “boom” inmobiliario. Este ha llenado, vergonzosamente, de construcciones de casas y chalets, en terrenos ilegales, que los jueces han obligado a demoler. Así, las costas y valles de nuestra bella región han perdido mucho atractivo, y el paisaje que las leyes protegen para nada se ha tenido en cuenta, y hasta se le quiere destruir, en este mismo año de 2010, con un salvaje proyecto de parques eólicos, que es imposible pueda tolerar nuestra geografía.
Todavía la verdadera cultura no es patrimonio de nuestros políticos.

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