Más sobre la autonomía de Cantabria

24 agosto 1977


Ilustración G. Guinea
Queridos radioyentes:

Echando una vez más, porque el problema creo que lo merece, un cuarto a espadas en la polémica despertada con motivo de nuestra posible autonomía como región, me vais a permitir que me declare, una vez más, partidario de no perder, de la forma que sea, nuestras raíces con Castilla.

  Santander es difícil que pueda, desde el punto de vista histórico, desligarse con facilidad, y sin traumas, de todo un pasado que le ha conformado y estructurado como una parte importantísima de la Historia de Castilla. Primero, por haber sido la principal generadora de esa peripecia universal que ha representado en la historia del mundo el reino de Castilla. Somos castellanos, no sólo por voluntad de un destino que nosotros mismos dimos a luz, sino porque durante siglos hemos sido por derecho, que nadie discutió, uno de los eslabones –el primero- de esa cadena de cultura y de original filosofía que en el concierto de los pueblos de Europa y de América representó Castilla. Separarnos de ésta, por un malentendido o demagógico esnobismo, representaría, históricamente, seccionar voluntariamente la arteria que ha traído y llevado la sangre que alimentó y forjó durante generaciones el carácter que, en positivo y en negativo, tenemos los santanderinos. Separarnos o hacer ascos de Castilla, como ahora se estila, por imperativos que dicen económicos, porque Castilla es pobre, es -y pienso como bien nacido- no sólo una postura absolutamente antisocial y elitista, sino un egoísmo que humanamente podría equiparse al del padre que expulsa de casa al hijo con quien ha vivido toda su vida en un régimen de comunes aportaciones, porque éste, caído enfermo, no puede proporcionarle la renta convenida. Separarnos de Castilla es hurtar preconcebidamente a un pueblo el primordial derecho a su historia, a su pasado, y dejarle inerme y huérfano de recuerdos obligándole a perder imperativamente una memoria de nobleza y de pasado que le corresponde en justicia y al que además ni puede ni debe renunciar. Separarnos de Castilla es, para más INRI, desconocer las posibilidades futuras de esta rica y prometedora región que tiene, dentro de sí, potencia suficiente para colocarse en una de las primeras líneas progresivas a nada que ejerza su voluntad de superación, dormida hasta ahora por el abandono a que le ha tenido sometida el centralismo, tan sólo condescendiente con aquellas regiones que se han destacado como enardecidas. Separarnos de Castilla es, finalmente, dejarnos aislados, pero atenazados, entre fuerzas poderosas (Asturias, Vascongadas y Castilla) que nos obligarían –y esto parece que es a lo que aspiran quienes para defender nuestra autonomía acuden a presentarnos prehistóricos antecedentes -total y absolutamente tergiversados, por otra parte- que nos obligarían, repito, a volver a ejercer de nuevo nuestro malhadado individualismo, insolidario y retrógrado, que tanto nos ha perjudicado con su visión pueblerina de los problemas, y que nos arrastraría, sin duda, a un retroceso inevitable que, para regodeo de turistas y folkloristas, llegaría a hacer de los santanderinos los modernos habitantes de las cavernas.

  Y que conste bien claro, que no tengo ningún interés propio, ni levanto ninguna bandera de reivindicaciones más o menos sospechosas, ni hablo tampoco en nombre de ninguna directiva de grupos políticos. Hablo solamente en mi nombre y como conocedor de algo al menos de la historia montañesa y de los lazos ineludibles que nos unen en este sentido con la meseta. Hablo en nombre también de aquellos santanderinos –que son muchos- que se sienten castellanos, pero que no necesitan demostrarlo públicamente con romerías, manifestaciones o pancartas porque esperan que el sentido común prevalezca sobre la demagogia. Hablo, finalmente, para contrarrestar opiniones o doctrinas que sinceramente estimo equivocadas, y lo hago no para defender la pervivencia del centralismo, que rechazo con todas mis fuerzas, sino para que, a la hora de elegir nuestro futuro destino, no olvidemos que la historia de un pueblo no puede ser marginada sin provocar con ello la destrucción de eso que tanto se cacarea defender: la personalidad, el carácter, la entidad y la conciencia de Cantabria(85).

(85) Nota actual: Creo que los hechos que ahora están sucediendo, me colocan en 1977 como verdadero augur –con muchísimos más que como yo pensaban- de la verdadera poca fuerza que una región de 500.000 habitantes puede tener al competir con ciudades que la doblan y aún triplican en vecindario, de modo que un solo barrio de ellas equivale a todo nuestro territorio. Quizás, si se nos hubiese hecho caso, en vez de tacharnos de agoreros y catastrofistas, otro gallo nos cantaría. “Cantabria en Castilla”, no fue una asociación de alocados, inconsecuentes o soñadores, sino simplemente, una agrupación con sentido común y elemental, que aplicó un principio que la humanidad, por su larga experiencia, tenía ya perfectamente verificado, el de la “unión hace la fuerza”.
A estas alturas, también vemos que la política de autonomías que estableció la Constitución de 1978 no fue buena para defender la unidad de España. Lo vemos ahora, pero no lo vieron entonces, o se tuvo que aceptar para conseguir la concordia necesaria que lograría la transición. Pero desde luego, los padres de nuestra Ley de Leyes no tuvieron en cuenta las enseñanzas de nuestra historia, que ya en el siglo XI, con los reinos de Taifas, recoge la primera organización autonómica del territorio árabe español, con las desastrosas consecuencias que tuvo para ellos.

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