04 febrero 1976
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Ilustración G. Guinea |
El sábado pasado tuvo lugar, en un céntrico hotel, la cena-homenaje a los elegidos Montañeses del Año 1975, como consecuencia de haber destacado por determinadas actuaciones que les han hecho situarse en esa tribuna admirativa de lo excepcional. Tanto la elección, como la organización del popular ágape cultural, han corrido a cargo del Ateneo santanderino, esa entidad que bajo la batuta de Manuel Pereda de la Reguera viene entonando nuevas arias que los montañeses por primera vez oímos con especial complacencia, creo que por desusadas. Si hay un pueblo poco dado a alabar los valores indígenas, a agradecer a quienes, por inteligencia o por trabajo, superan la línea de lo normal, este pueblo es el santanderino, apático él, frío él, y vamos a decir, aunque nos duela, un poco envidiosillo él. El famoso refrán de “nadie es profeta en su tierra” tiene aquí, en estos bellos valles de la Montaña, tierra abonadísima para desenvolverse con lozanía. No suele ser extraño comprobar cómo nuestros “profetas” no sólo no consiguen ver desbrozado su camino de trabajo y de empeño, cosa que parece lo más natural en una sociedad que protege el bien hacer de sus mejores cabezas, sino que, para que se fastidien, siempre suelen organizarse fuerzas encargadas de hacerles aquel camino intransitable e incluso de empujarles, si pueden, hacia las cunetas.
Por ello resulta extremadamente insólito que, en esta sociedad del zancadilleo, de repente salga alguien, como bajado del cielo – el ángel Pereda- que va y no tiene envidia ni celucos, y se dispone a hacer resaltar los méritos de otros. Esto es, a mi modo de ver, lo más destacable en esta empresa ideada por el Ateneo: el posible comienzo de una nueva era de reconocimiento, de desprendimiento y de auténtico paisanaje, que teníamos olvidado a fuerza de no usarlo.
Todos los galardonados, entre los que podemos recordar a los Doctores Obrador, Barón y López Vélez, a Don Manuel Cortines, Vital Alsar, Isabel Penagos, Manuel Gutiérrez, Antonio Niceas, el escultor Ramón Muriedas, el pianista José Francisco Alonso, José Calvo Briz, Emilo Arija, etc., etc., tenían méritos suficientes para que Santander les hiciese pública demostración de que, al menos, les agradece los servicios prestados y les anima a seguir colocando el nombre de nuestra provincia en algunas acciones de ámbito nacional o internacional.
De las manifestaciones que casi todas estas figuras dejaron traslucir, se deduce que han aceptado con verdadero reconocimiento el homenaje público que sus paisanos les han dedicado, y que no son de ninguna manera indiferentes, por humanos, a estas manifestaciones que compensan sus indiscutibles sacrificios que, por otra parte, han realizado siempre sin ningún interés egoísta. Hombres que han puesto, por lo general, su vida al servicio de los demás, al de la Ciencia o al de las Artes y que, por lo tanto, han exaltado, en muy diversos sentidos, el tesón, la inteligencia y el valor humanos. En ellos puede reposar, porque ya al menos se ha visto reconocida, la dedicación de otros muchos montañeses que también, como los homenajeados del año, trabajan calladamente, día tras otro, con la visión puesta en el bien de la provincia.
A ésta, mucho mejor, sin duda, le iría si supiese agradecer la labor de sus mejores, y les impulsase a seguir trabajando, con alientos, con ayudas, con justos desprendimientos, valorando lo que es oro y menospreciando el oropel, para que éste con sus brillos engañosos no sustituya, a base muchas veces de ficticias propagandas o de suntuosos autobombos, la autenticidad y la verdad, nunca comerciables.
El Ateneo de Santander ha comenzado a hacer justicia en este sentido, porque de ley es reconocer el mérito de los mejores.
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