La inventiva de Leonardo Torres Quevedo

10 noviembre 1976

Leonardo Torres Quevedo
  Recordemos hoy, en este espacio, a un ilustre montañés, cuyo nombre todos sus paisanos habrán oído, pero cuya categoría de sabio pocos conocerán en la medida internacional que tuvo. Me refiero a D. Leonardo Torres Quevedo, científico eminente, que nació en Santa Cruz de Iguña en 1852, siendo sus padres D. Luis Torres Vildósola y Urquijo y doña Valentina Quevedo de la Maza. Nació en la casona de los Quevedo -¡buen apellido para diagnosticar genios!- y en el seno de una noble y destacada familia de posición desahogada como para permitir que el gran Leonardo (lujo difícil entonces) pudiera ampliar sus estudios en París.

  En 1876 terminaba su carrera de Ingeniero de Caminos, ingresando en 1901 en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que premiaba así, y reconocía, su primer importante invento de las máquinas algebraicas que venían a resolver el problema del cálculo de ecuaciones. Posteriormente, los trabajos de Torres Quevedo se dirigen hacia otras investigaciones mecánicas, que prueban su extraordinaria potencia inventiva, como el Telequino, aparato que fue considerado como el más genial e interesante, para transmitir órdenes a través de las ondulaciones eléctricas, y que servía para resolver las dificultades de dirección y maniobra de embarcaciones a distancia, utilizando la telegrafía sin hilos.

  Sus estudios sobre la navegación aérea fueron también trascendentales, sobre todo aquel que mejoraba y perfeccionaba la estática de los dirigibles. El procedimiento Torres Quevedo, basado en una triangulación interna y amarras flexibles, se aplicó a dirigibles que estuvieron en función en la I Guerra Europea en los ejércitos inglés y francés.

  Fue también el creador del Laboratorio de Automática, instalado en el Palacio de la Industria y de las Artes de Madrid, en donde se formó un verdadero equipo de inventores dirigidos por nuestro genial paisano, que seguía, a su vez, imaginando nuevos proyectos de aparatos. Tales como el autómata ajedrecista, creado en 1912, demostrativo del ingenio de Torres Quevedo, en donde se realiza el jaque-mate mediante un rey y una torre dirigidos automáticamente.

  El transbordador del Niágara fue otra gran empresa ideada y dirigida por el inventor español. Se formó una sociedad española, con el nombre de “The Niágara Spanish Aerocar”, que llevó a cabo una obra de ingeniería de carácter mundial, con las consiguientes repercusiones en la opinión internacional sobre las posibilidades españolas en el ámbito de la técnica.

  Torres Quevedo, el insigne montañés, demostró al mundo, y sobre todo a sus propios paisanos -mucho más escépticos del valor de sus ingenios, y mantenedores a ultranza del principio de que “nadie es profeta en su tierra”- que los nacidos en esta piel de toro, sean castellanos, catalanes, andaluces, gallegos o montañeses, pueden –si se les deja y ayuda- codearse con los científicos y sabios de más allá de las fronteras. Que podemos inventar nosotros y contribuir –como de hecho está bien probado si se repasa la historia universal- a la cultura y al progreso de los pueblos con la misma capacidad del que más. Todo consiste –eso sí- en saber cultivar, proteger, ayudar y favorecer al que vale y trabaja desechando de una vez, y para siempre, esta malsana envidia de los pequeñazos que como en ningún sitio ha podido y sabido proliferar al sur de los Pirineos, ahogando innumerables iniciativas, como esa mala yerba, de rápido y aparente crecimiento, que va matando por asfixia al ejemplar valioso al que para engrandecer, y engrandecernos, sólo es preciso darle más tierra y más aire.

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