20 julio 1977
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Ilustración G. Guinea |
Hay cosas, muchas cosas, muchísimas cosas, que uno no entiende. Uno querría creer que, en este mundo desconcertante, los principios fundamentales que rigen –o que deberían de regir- las relaciones entres las distintas sociedades, naciones e individuos, necesariamente habían de estar sometidos a las leyes de una moral firme, lo bastante firme, al menos, como para que se consiga entender qué cosas deben de ser y que otras no deben de ser, de modo y manera que los criterios de juicio tengan una prudente permanencia para, al menos, lograr entendernos, conseguir una credibilidad en la justicia y estar un poco seguros, en tanto nuestra vida dura, que no estamos haciendo el imbécil al aceptar someternos a unas reglas que, de hecho no lo son, porque se adaptan y se pliegan a las conveniencias circunstanciales con una desvergüenza verdaderamente escandalosa.
Digo esto, porque resulta ahora, según leo en la prensa (pero que ya lo sabía, aunque ahora me lo recuerden) que el famosísimo premio Nobel es una solemne estafa política. Cuando yo tenía 18 años, un premio Nobel me parecía algo así como una pequeña emanación de divinidad vertida sobre un individuo –literato, poeta, científico- que se había alzado, por sus extraordinarias dotes, por encima, muy por encima, de los demás seres humanos. Y, generalmente, creía a pies juntillas que el tribunal que los concedía, valoraba sólo, para otorgarlos y seleccionar las distintas opciones, los méritos personales, las calidades y cualidades poéticas, literarias o científicas de los premiados. Tonto de mí, eso creía yo, y bien seguramente alguno de mis oyentes también hasta ahora lo suponía. Pues no señores, ni el premio Nobel, ni el Nadal, ni ningún premio, condecoración, título o medalla, puede ser “químicamente puro”, es decir, con otras palabras más claras, justo, estricto y verdadero. Resulta que cuando se van a juzgar los méritos que califican la labor o la genialidad de un individuo, en el fondo ellos sólo obran en una mínima parte casi ridícula, porque antes y sobre ellos, están una serie de motivaciones: amistades, criterios personales, envidias, rencores, ignorancias, trapicheos, y ¡cómo no! conveniencias políticas. Éstas, sobre todo, son algo inenarrable, auténticamente provocadoras de la exasperación y de la indignación más justificables. Como para gritar en los caminos, en las montañas, en las ciudades y en los puentes, como ese gran cuadro expresionista de Munch – “El Grito”- en donde aparece un hombre con la boca abierta, rugiendo su desesperación infinita e incontenible.
Parece que nuestro poeta Vicente Aleixandre estuvo muy cerca, creíamos que por sus propios versos y por su pensamiento en ellos, del premio Nobel hace unos años, pero, por lo visto, no se lo dieron por el proceso de Burgos. Yo me hago miles de cruces –tantas como hay en cualquier cementerio alemán de la última guerra – al intentar relacionar la poesía de Aleixandre con el proceso de Burgos, y me pregunto qué tendrá que ver éste para premiar o no –si se hace con justicia- la labor individual, personalísima y sólo suya de un poeta. Pues ya ven mis oyentes, estos son los principios que rigen la concesión del premio más universal a la dedicación intelectual de un solo hombre. ¡Cualquiera se fía del valor que haya que dar a los famosos premios Nobel!
¿Y qué me dicen del Mercado Común? Se nos decía que no entrábamos por ser un régimen totalitario y dictatorial (¡cuarenta años de ametrallamiento en masa por todas las calles de España!). Pues bien, ahora también resulta que no, que no era esa terrible “masacre” la culpable, sino unos miserables motivos económicos que podrían hacer vacilar la alimentación de nuestros asociados, es decir, naranja más, naranja menos.
¡Qué difícil es, señores, creer las razones mentirosas que se nos dan para ocultar las verdaderas! El juego universal es el engaño para no mostrar abiertamente esa verdadera causa de todos los enfrentamientos: el egoísmo, el poder y el predominio. Lo demás son castañuelas para que no se oiga el pataleo(81).
(81) Nota actual: Sigo pensando lo mismo. Hace muchos años que perdí la inocencia, y algunos menos, pero suficientes, que me di cuenta de la sofistificación y las paparruchas que el hombre utiliza para convertir la mentira en verdad y lo inicuo en justo. La moral, si alguna vez la hubo, es un ave que ha perdido sus alas, y le es imposible encontrar un sitio donde anidar.
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