La edad del pitorreo

28 septiembre 1977


  Cuando yo digo que esto es un pitorreo, es porque esto es un pitorreo, y no me equivoco ni tampoco nada. Cuando yo estudiaba, o explicaba, después, historia, recuerdo bien que se hablaba de Edades de la piedra, del bronce, del hierro, de la Edad Media, de la Edad Moderna y de la Contemporánea. Yo pensé siempre que sería difícil buscar otro nombre para el periodo que viniese después de la Edad Contemporánea, y no sabía cómo se las iban a arreglar los historiadores para caracterizar a la época siguiente. Ahora, sin embargo, tengo perfectamente claro cómo van a llamar a nuestra época actual los historiadores del futuro, la llamarán la Edad del Pitorreo y todos sabrán así perfectamente de qué momento se trata. Porque pitorreo es, y no otra cosa, lo que acaba de aprobar el Pleno de la Diputación el día 26 de agosto al modificar los estatutos que rigen la Institución Cultural de Cantabria, sin tener en cuenta, ni por el forro, la opinión de sus consejeros. ¿Han visto Ustedes pitorreo mayor? ¿Para qué sirven en todos los sitios, estamentos, países y organizaciones los llamados “consejeros”? Respuesta: para dar consejo, me imagino, en los momentos en que es obligado pedírselo. Pues no, señores, yerran Ustedes; los consejeros de la Institución Cultural de Cantabria, al menos, son tan sólo figuras decorativas a quienes se sienta en una silla en días señalados, se les coloca una medalla como si fuesen la imagen venerada de San Pacomio, y luego se les pasea un poco por los pasillos para que el pueblo se dé perfecta cuenta que la ciudad tiene “sabios” destacados. Representantes de una Institución que tuvo –aunque corta- una solera indiscutible, se les dotó de unos Estatutos pero que muy claros, con articulitos muy bien determinados, redactados y aprobados por la propia Diputación, pero a la hora de aplicar estos Estatutos, se les venteaba un poco por las narices de cada consejero y se les decía: “Tururú, borriquito como tú, que los modifico sin decir ni mu”. Y evidentemente, un día aparecían modificados los Estatutos de la Institución Cultural de Cantabria, con el regocijo de algunos avispados consejeros, y el asombro de los demás, que no sabían por donde les venían los tiros. Desde hace poco tiempo a esta fecha, en la Institución Cultural de Cantabria, se ha tomado como deporte, muy repetido y productivo (para algunos) modificar los Estatutos. Presidentes últimos se han empeñado en “mejorar” tanto a la Institución Cultural modificando los estatutos, que la pobre Institución, como una señora gorda a quien la hacen adelgazar de repente, no se tiene de pie, y se va deshaciendo como un azucarillo en un vaso de agua. Hay cariños que matan, y modificaciones de Estatutos que dejan a las Instituciones en los puros huesos generales, pero sobrealimentan a determinado número de consejeros privilegiados o enchufados que pueden así, con estas modificaciones, sacadas de debajo de la manga, establecerse como únicos y gordos dirigentes de la Institución. Las cosas se hacen a veces tan claramente manifiestas, contra toda ley y todo orden, que uno o se va a llorar a un bosque de eucaliptos o da un puñetazo sobre la mesa, como ahora ha sucedido, y dice a la Diputación que verdes las han segado y que explique los fines que la han impulsado a saltarse a la torera los artículos 18, 26 y 27 de los Estatutos de la Institución Cultural de Cantabria que ella misma estructuró. La Institución Cultural de Cantabria se hizo para el beneficio cultural del pueblo de Santander, que así aprovechó hace años, sin exclusión alguna, la organización de Cursos públicos, conferencias, exposiciones nacionales, etc., y que hoy, a fuerza de querer “mejorar” a la Institución, se fueron al garete. Los montañeses no estamos dispuestos ya a tolerar que, por envidias malsanas o por aspiraciones desenfrenadas de camarillas, se haya demolido un edificio cultural que costó muchas ilusiones, muchos desvelos y trabajos, la Institución Cultural de Cantabria, a la que desde 1974 no se ha vuelto a reunir, operándose en ella con el más absoluto particularismo, decidiendo tan sólo dos o tres figurillas inconcretas que atan y desatan sin pedir el menor consejo a sus consejeros a quienes –sin duda para más libertad de acción- tienen despectivamente olvidados en el ostracismo. Yo espero del pueblo de Santander, de los oyentes de Radio Nacional que me escucháis todos los miércoles, que, como nosotros, pidan a la Diputación devuelva otra vez la Institución Cultural de Cantabria, al aprovechamiento del pueblo, y la libere de esas pocas manos que hoy la manejan contra toda norma y ley, dejándola así al borde de su desaparición(87).


(87) Nota actual: También sin comentarios. La charla lo dice todo, y lo lamenta. La injusta, bastarda e ilegal forma de destruir una entidad cultural en su mejor momento, desde luego no parece muy aceptable en una sociedad ilustrada. Este afán destructivo, por otra parte, puede extenderse a toda la geografía española. ¡Qué pena que Santander corroborase este pesimista aserto destruyendo, sin ninguna razón, una consolidada y bien probada Institución Cultural de Cantabria!
Precisamente leo, en un artículo en ABC (25 septiembre 2010, página 15) el siguiente comentario que a este respecto dice el periodista Ignacio Camacho: “los españoles no solemos necesitar a nadie que nos ponga la soga al cuello. Nos las pintamos solos para dar al traste con nuestros mejores éxitos, somos auténticos expertos en demoliciones y suicidios. Ocurre de un modo cíclico en nuestra historia: “levantamos prometedoras arquitecturas de esperanza y las derribamos luego con una pasión autodestructiva incombustible y flamígera”

0 comentarios:

Publicar un comentario