21 septiembre 1977
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Ilustración G. Guinea |
“Embestir” es una palabra muy hispánica, por eso de significar acción de ataque, generalmente utilizada para hacer referencia a las actitudes naturales del ganado vacuno cuando intenta defenderse. Embestir es, pues, llevar la cabeza por delante y dar con la testuz arremetidas que se preparan con los ojos pero que, en el momento de la acción, estos ya no contemplan, ni pueden perfectamente medir o calibrar. Embestir es término taurino que requiere pasión, ira y hasta odio. El toro embiste, intentando eliminar con la potencia de sus defensas al contrincante muy inconcreto que se presenta como una sola mancha de color, el rojo de la capa o de la muleta. Embestir, es así, una actitud de emergencia surgida más por la incapacidad que por la razón, y por consiguiente es más un instinto que una cultura.
A los españoles nos gusta mucho, por propio temperamento, o quizás por una transposición a lo humano de nuestra fiesta brava, embestir a diestro y siniestro. Estamos mucho más capacitados para la embestida que para el diálogo conciliador. Cuando no tenemos razón, porque resulta el único procedimiento de atacar sin necesidad de certificados de verdad, y cuando la tenemos porque nos fiamos ya muy poco del triunfo en justicia de esa verdad. El español es el europeo más capacitado para conjugar el verbo embestir, en todos sus tiempos y personas: Yo embisto, tu embistes, él embiste, etc., etc., y naturalmente, la prensa no se libera de esta tendencia tan elemental y a veces tan productiva, porque los pocos españoles que no embisten, no dejarán por ello de pasarse buenísimos ratos con el espectáculo que proporciona la embestida alternativa de los demás.
Pero los motivos que originan el embestir hispánico, verdadera fiesta nacional a la que no estamos dispuestos a renunciar, son variados. Hay quien embiste porque ha sido atacado con banderillas que no sabe muy bien de donde le vienen o que, sabiendo muy bien quien o quienes las preparan, contempla impávido que la sociedad no sólo no protesta por estas inesperadas acometidas sino que se acomoda bien en su tendido para ver el sacrificio con más holgura y divertimento. Esta es una embestida instintiva que encuentro justificada, porque ningún ser humano ha nacido para ser el espectáculo de sus congéneres. Pero hay también quien embiste, como un espontáneo de toro, no de torero, para llamar la atención, porque innominado y abstracto dentro del conglomerado social necesita personalizarse y concretarse para que le señalen en adelante con el dedo y exclamen: “Mira ese tío valiente, machote y tal”. Estas embestidas tan frecuentes, son más bien un procedimiento que una necesidad, son una táctica que, aunque grosera y ridícula, no deja de tener su buena cosecha de adeptos.
Existe también el que embiste con la cabeza de otros, como si manejase esa cabeza de toro de madera con la que suelen entrenarse los maletillas. A estos embestidores por cuenta ajena, el diccionario les suele llamar “cobardes”, que es una palabra con tantas acepciones y tantos bautizados con ella que cada vez se va desprestigiando más, a causa del número casi infinito de quienes así pueden llamarse.
Otro motivo que produce la operación de embestida es la insatisfacción que algunos tienen de sí mismos. Es corriente la actitud de no reconocer fallos propios, equivocadas orientaciones que han impedido la llamada “realización” del individuo, abulias adolescentes que no pudieron corregirse por falta de voluntad para el trabajo, y que, cuando se llega a la madurez, no se admiten como defectos personales, sino que injustamente se achacan a una sociedad que ninguna culpa tiene de los desequilibrios individuales. Esta fauna, la de los resentidos, es campo abonado para el deporte de embestir a derecha e izquierda, a la tierra y al cielo, buscando en el desquiciamiento del orden la tabla de salvación para su propio desquiciamiento.
Y si todo esto es, y ha sido, normal en la historia del carácter hispánico, el hecho adquiere mayor virulencia en las épocas de tránsito o de crisis, épocas siempre particularmente proclives al “destape”, no solamente carnal sino espiritual o temperamental, y en donde ánimas ansiosas de poder y de protagonismo encuentran campo abonado para conseguir por las bravas lo que no pudieron alcanzar en competiciones que requerían esfuerzo, trabajo, valor y constancia.
La historia del mundo, y sobre todo la historia de nuestra España, debería de ser conectada y deducida en muchísimos casos de esa historia que todavía no se ha redactado: la historia de la vagancia. Sería interesantísimo hacer una relación amplia y total de todos los “vagos ilustres” que han tenido poder y beneficios en esta maltratada piel de toro a lo largo de los siglos, y que lograron encumbrarse gracias a ese hecho tan bien recogido por nuestro saber popular que dice “A río revuelto, ganancia de pescadores”.
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