¡Ay, Señor, la democracia!

05 octubre 1977


 
Ilustración G. Guinea
  Hablaba el otro día de esta nuestra edad histórica del Pitorreo, refiriéndome a la falta de consistencia, de seriedad y de responsabilidad que existe en la sociedad, a ojos vista carente de dignidad, que nos está tocando vivir. La desfachatez es ahora norma, método y sobre todo salvavidas para los que pretenden hacer de la vida, de su vida, la única cosa importante y definitoria. Estamos pasando una indigestión de semántica, de conceptos abstractos que se han hecho una especie de salvoconducto indispensable para que a uno le reciban o no en la sociedad nueva que dicen se está creando. Lo que menos importa es que tu talante, tu verdad, durante toda la vida, haya sido actuar democráticamente, aceptando las leyes, consultando con superiores e inferiores, oyendo siempre las razones de los demás y corrigiendo las de uno, dando entrada y aceptación a todo tipo de personas, cualesquiera fuesen sus ideas o pensamientos. Esto, señores, no sirve para nada a la hora de presentar credenciales. Ahora ya no se necesitan, ni se piden, hechos comprobados y comprobables. Ahora es suficiente gritar fuerte, aunque hayas sido comisario político en Siberia o capitán de las S.S.: ¡Viva la libertad! ¡Viva la democracia!, para que te abra paso una muchedumbre que no sabe muy bien que es lo que corea. El despiste es fenomenal y la ensalada de ideas es mucho más que una ensalada mixta, es casi una ensalada quebrada, en donde los ingredientes vienen de cualquier parte y los sabores, mezclados, pueden ir desde el soso profundo al salado más incitante, desde el dulce complaciente al amargo más áspero. Lo importante no es ser demócrata, ni siquiera -¡pásmense Ustedes!- parecerlo. Lo únicamente decisivo en estos momentos es decirlo. Usted, mi querido radioyente, si quiere, puede hacer todo lo que se le ponga en ganas con tal de que lo subraye con el nombre de la democracia, oronda señora a la que necesariamente hay que rendir pleitesía, porque se ha establecido como la diosa todopoderosa bajo la que el hombre se cobija para hacer, en ciertos casos, desde el asubio de sus faldas y la protección de sus pliegues, todo lo que sería una vergüenza en las dictaduras más exacerbadas. Pero éste, señores, es el poder de la palabra, del término, de la sustitución de un farol por otro en el alumbrado permanente del predominio. La corriente eléctrica es la misma, subterránea o aérea, según convenga, lo que es preciso sustituir son sólo las bombillas. Hay quien se ha apresurado rápidamente a hacer el trabajo de reponedor de luminarias, a pesar de que, con las otras, leyó sus más ardientes discursos. Pero la gente, indiferente en el fondo, le deja hacer e incluso le aplaude y hasta le cree. Sólo si, desacostumbrado, tira el farol, se oye una queja aislada, casi cenobítica, de aquel que recibió el farolazo en la cabeza. Los demás siguen esperando por ver si aparece de nuevo la luz, y si esta resplandece, por pobre que sea, se conforman y dicen al del farolazo que ya está bien de tanto lamento.

  Y entre tanto, ¿Cuál es la posición de la cultura? Me refiero al hombre pensante, razonador, analítico, que debe de haberlos. ¿Qué hace, qué dice, cómo orienta? Pues, desgraciadamente, los haya o no los haya, están tan desorientados, tan cohibidos, que o se callan o se expresan tímidamente con artículos que se apoyan en débiles –muy débiles- argumentos sobre el bien común, la libertad que no es libertinaje, el deber del orden, la paz como principio, el amor y la fraternidad…Como pidiendo perdón a sus lectores u oyentes, de utilizar conceptos ya inservibles, el hombre ecuánime, sincero y prudente, espera el paso del vendaval para poder hablar sin esfuerzos. Confía en el remanso de los ánimos –hoy desbordados- y que algún día los valores y las personas vuelvan a tener la cotización que la justicia determine. Y sobre todo que la verdad no pueda ser maliciosamente desvirtuada, porque de seguir la carrera incontrolada de las falacias, los futuros educadores habrán de dirigirse a inculcar al niño dosis masivas de maquiavelismo, de zancadilleo, de envidias destructivas, de fariseísmos, en donde la superficie parezca fondo, lo blanco, negro, la mentira virtud y la desfachatez tenga su premio máximo en una sociedad absolutamente deshumanizada. Lo único que habrá que conservar solamente son los conceptos, los términos, el caparazón, los disfrazados ideales, para poder seguir engañando con ellos a quienes todavía, mal informados, pudieran seguir creyendo en algo verdaderamente digno de su continuamente menospreciada fe(88).

(88) Nota actual: Fíjese el lector, cómo esta charla, ya antañona, sigue siendo totalmente actual. El vendaval que yo apuntaba continúa azotando a esta sociedad manifiestamente desorientada y confusa, y no es la confusión un atributo de la democracia, sino, al contrario, lo es del desorden y del cachondeo. Pero, sigamos confiando en el porvenir; el llegar a ser verdaderamente demócratas debe de conseguirse a fuerza de madurez. Tengamos esperanza que siempre es lo último que se pierde.

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