Sin fecha
Un día nos quedaremos tan sólo con los huesos del pollo, sin plumas, sin pechuga, sin nada. Algo así como esos chistes de Forges en donde, por un desierto, se arrastran sus protagonistas, perdidos en la arena, sin nada a que asirse para levantar sus cuerpos serranos. Un día, si seguimos así, nos acorralará el cemento, el humo, y la desdicha de un progreso cada vez más cretino y más ramplón. Y no es que presuma de selecto o de exquisito, ni que ame menos al pueblo que aquellos que dicen a bombo y platillo que morirían por él y por su valoración, tan sólo para ganársele. No, no soy un aristócrata ni un demagogo. Pero tampoco soy tan idiota como para creerme que la panacea de la humanidad tiene que estar –o ha de estar- en arremolinarnos todos en ciudades, en abandonar el campo para vivir una vida absolutamente desnaturalizada. La razón de este despegue, de estos adioses definitivos de tantos hombres a su ambiente rural y campesino, a su entorno de tranquilidad, es, según dicen, la falta de recursos de todo tipo que existe en las aldeas y la imposibilidad de adaptar en ellas este desmesurado progreso macrocéfalo y devorador que se va comiendo, como Saturno a sus hijos, y una a una, las esperanzas entusiasmadas de quienes en él creían.
De manera, pues, que ya es imposible vivir en los pueblos si no es en la miseria y con la miseria, y que el final de toda esta filosofía del bienestar a ultranza, es dejar que se caigan las casas de nuestros abuelos, que en ellas vivieron, y poner hoy aquí y mañana allí, pero rápidamente en pocos años, un R.I.P. definitivo en todas las aldeas de nuestra patria. ¡Bonita solución que sólo puede verse con los ojos del indiferentismo, o por quienes desconocen lo que ha sido la naturaleza en la creación del pensar y del sentir humano, o por quienes juzgan el mundo a través sólo de una medida de valor: la del dinero o la del confort! Yo pienso que, si en los pueblos no se puede vivir porque la indigencia les aprisiona, lo que una sociedad organizada debe de hacer, no es arrojarles de sus casas, sino hacer fructificar sus campos, multiplicar sus animales y engrandecer, con la cultura, el panorama de su vida. Pero allí, en su sol, en sus tierras, junto a la torre de la iglesia de siempre, en las viviendas donde aún perduran los recuerdos de las generaciones que han dado las raíces y el saber de donde se viene. Mandarles, para que vivan, para que en el fondo mueran, a las ciudades, para que les trague la cloaca de la indiferencia, del desarraigo, del proletariado sin nombre, es ir destruyendo su alma, su peculiaridad, el mismo orgullo de sentirse parte de algo bien concreto y, en cierta manera, guillotinar su nobleza.
Porque ahora se pide sólo, y por quienes se sienten los únicos portavoces del no va más de las ideas “progres”, que se creen puestos de trabajo en las ciudades. ¿Y no es mejor, pienso yo, hacer revivir a los pueblos? ¿Hacer aptos a los pueblos? ¿No sería mejor vivir con un pequeño huerto, que en un piso interior en una ciudad desconsoladora, apretada de colmenas inexplicables? Si en el Siglo de Oro español ya mentes precursoras, como la de Fray Luis o la de Guevara, ven las ventajas y valores de la vida del campo: “Que descansada vida, la del que huye del mundanal ruido”, o “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”, entonces que las ciudades debían ser lo suficientemente pequeñas para no perder su humanidad y su carácter, ¿qué podríamos decir ahora?
Día llegará –y no me cabe duda- que si queremos de verdad vivir, nos será necesario volver a los vacíos. Allí podremos defender nuestro arraigo y velar por los campos y las tierras, que no pueden dejar de ser la vida. Quizás así, mejor que desde aquí, podamos contrarrestar esas engañosas voces que estiman que la valoración del campo es el turismo –o al menos esta es la disculpa- y, si se les deja, son capaces de arrasar, por ejemplo, el excepcional y único acebal de Abiada que hace muy pocos días ha sido talado salvajemente. ¿Quién mueve estos hilos destructores? Porque sabemos que hace mucho tiempo ya se intentaba defender. ¿Por qué se ha hecho? Estoy seguro que nadie, con verdadera inteligencia y amor a la naturaleza, sería capaz de destruir, por muchas razones económicas que se pretendan, lo que era una representación envidiable de nuestros montes. Y si ya hemos puesto tantos R.I.P. en las aldeas, ¿aún necesitamos poner otros epitafios sobre el paisaje? Qué poca cosa somos, ciertamente(44).
(44) Nota actual: Esta lamentación, que podría ser considerada como “catastrofista”, en los años en que fue pronunciada, sigue estando vigente en estos principios del siglo XXI. Al menos, yo lo sigo pensando así, porque en este mundo “progresista”, tan culto él, tan indiferente a las sensibilidades no materialistas, que, quiérase o no, siguen pidiendo su sitio en la vida, el cariz de la destrucción de la naturaleza sigue siendo, desgraciadamente, desconsolador. El hombre se está cargando el campo, los extensos y grandes bosques, las costas, el mar…La gente se acumula en inmensas y terroríficas ciudades multimillonarias, cada vez más desoladoras e inhumanas…Es muy difícil, por mucho que se quiera, abrir un ventanuco al optimismo. El que, a pesar de todo lo que ve, de todo lo que oye, de todo lo que pasa, de todo lo que más cerca o más lejos sucede, de la insensatez de los que gobiernan, de la pasividad de los grandes parlamentos, que nunca llegan, a pesar de sus reuniones, a tomar determinaciones visiblemente positivas, el que a pesar, de todo esto, sonríe, come, vive y baila, sin que se altere ni por un momento su estado de ánimo, es, permítanme que me sincere, un insensato, un insensible y un redomado egoísta.
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