28 diciembre 1977
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Ilustración G. Guinea |
Una obligación que la sociedad democrática debe ya, desde el principio, proponerse como de ineludible cumplimiento, es la doble protección a la cultura y a la investigación. Cuando yo hablo de cultura, no me estoy refiriendo a las enseñanzas en escuelas, institutos o las superiores universitarias. Esto, naturalmente, se entiende que es cultura, pero es la vía tradicional de la cultura y, por lo tanto, uno supone que nadie va a discutirlo. Cuando ahora decimos “culturizar” al pueblo, nos estamos refiriendo a otra cosa distinta de las estructuras y ciclos oficiales. En el fondo, lo que queremos decir es “educar” al pueblo, o, mejor aún, “sensibilizar” al pueblo, “suavizar” al pueblo. Yo diría, con más precisión, interesar al pueblo en cosas más trascendentales que las estrictamente necesarias para su fisiología. Es evidente que todo ser humano está fabricado de dos esencias: la material y la espiritual, o si quieren, ejercemos dos actividades: una visible y corporal, y la otra invisible, sutil e incorporal, que son nuestros deseos, nuestros afectos, pensamientos, ilusiones, etc. La primera es intuitiva, prioritaria y se impone y ejercita sin esfuerzo. La segunda es preciso alentarla, reforzarla, cultivarla, para que, por ocupación excesiva hacia la primera, no nos veamos cada vez más sumidos en el pozo grosero de nuestras bestialidades. El instinto forma parte de ese sentido absorbente y material que ocupa al hombre, y, si se le deja libre, en cualquiera de sus desviaciones, impide otras ocupaciones o intereses más refinados. Dar cultura a un ser es ayudarle, por razonamientos, tendencias distintas, creación de nuevas costumbres, etc., a ir aprisionando su zafiedad y a dejar en claro virtudes, aspiraciones y deseos que antes ni intuía. Es enseñarle a convivir en paz y alegre con sus más próximos vecinos, o atender con amabilidad a los desconocidos; es acallarle su brutalidad de lenguaje y abrirle aspiraciones nobles hacia campos de la creación y de la personalidad. Culturizar a un hombre, es sacarle del primitivismo elemental y enseñarle a pensar y a sentir; es, sobre todo, despertar en él la conciencia del valor de su individualidad, la aspiración a desenvolver todas sus posibles potencias intelectuales, el ansia de sentirse centro de la creación para no caer en su propia humillación y desprestigio. Culturizar a un hombre – o a una mujer- es conseguir que, por su propio razonamiento y por el despertar de su sensibilidad, se sienta –por pocas cosas que sepa de la vida- captador de toda la belleza de la naturaleza, alegre de vivirla y señor de sí mismo. Culturizar a un hombre es darle seguridad en sí mismo, para que aleje de sí, por inservibles y torturadores, los fantasmas de la envidia, del rencor o del odio. Es fortalecerle para que, en momentos trágicos, sepa conceder a la vida tan sólo el valor que en medida le corresponde; es obligarle a pensar al máximo de sus posibilidades para que su filosofía le sostenga en los trances difíciles. Culturizar a un hombre, finalmente, es dejarle vivo para que siempre encuentre un aliciente en su camino, en el trabajo o en el ocio, en la compañía o en la soledad; es anticiparle la experiencia para que nada pueda hundirle por inesperado. Culturizar a un hombre no es enseñarle la lista de los reyes godos ni la gramática sánscrita. Es algo mucho más elemental, pero mucho más difícil, porque no es algo concreto y limitado, sino global y universal. Es, simplemente, hacerle un hombre de su tiempo, capaz de soportar su tiempo, que ya es bastante.
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