08 Septiembre 1976
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Ilustración G. Guinea |
Bien está que la Caja de Ahorros haya emprendido una política de cultura popular con la creación del “Aula de Cultura”, que tuvo su inauguración en la tarde del pasado sábado día 4, con la actuación de diversas agrupaciones corales y folklóricas de la provincia. Creemos ver en este aula el comienzo de una dedicación especial de la Caja de Ahorros para valorar y mantener a aquellos grupos que carentes, por lo general, de una auténtica ayuda que les permita vivir y superarse, venían haciendo equilibrios de pervivencia a veces ciertamente heroicos, y sólo explicables por esa dosis de vocación que produce la afición desinteresada a las Bellas Artes.
Todos sabemos que la cultura no se ofrece sólo en los centros de enseñanza (Institutos, Colegios, Universidades), pues si así fuese, a un tanto por ciento muy reducido alcanzaría, y su tiempo de eficacia se acabaría en el momento en que finalizasen los ciclos académicos. Si a lo que se precisa llegar es a una cultura permanente que esté actuando a lo largo de la vida del hombre, sin distinciones de edades, clases sociales o capacidades mentales, obvio es que la salida al pueblo (sin acceso muchas veces a una enseñanza estructurada) debe de ser patrocinada por las entidades que viven de él y al que de hecho se deben. España necesita, por encima de reducidas y cerradas elites culturales, muy encajadas en el pasado siglo XIX, la educación masiva de las gentes, de todas, hacia una situación que proporcione un sentido mayor de comprensión, de tolerancia y de democracia; la cultura a través de un bombardeo continuo de enseñanzas, de moldeamientos del carácter, de la educación ciudadana, que nos haga cada vez más abiertos e inteligentes y menos cerriles e ignorantes. Nos sobran cerrazones (cultivo preferido de la incultura) y nos faltan mentalidades acomodadas a la difícil vida comunitaria. Vendemos y regalamos los españoles, a raudales, intransigencias y pedanterías, y desconocemos, desgraciadamente, la virtud elegante y civilizada de la ecuanimidad. Obramos más a impulsos de pasiones, muchas veces primitivas aún, como la envidia, el orgullo, el revanchismo, que en razón de los principios elementales de una sociedad organizada, tales como la justicia, el equilibrio y el respeto a los derechos de cada uno. Nuestro egocentrismo es, sin duda, el más descarado entre los pueblos de la civilización occidental, y todavía estamos muy lejos de saber las obligaciones que nos incumben como componentes de una sociedad a la que sólo exigimos libertad para nuestros derechos, desentendiéndonos, a veces desvergonzadamente, de la contrapartida de nuestros deberes. Y esto desde arriba hasta abajo, desde las clases dirigentes al peón más primerizo de nuestra industria. Desde el más culto, sabio o religioso, al más zopenco, ignorante y descreído, lo que nos falta a los españoles es una conciencia de respeto y una aceptación de lo que individualmente debemos de perder a favor de una convivencia más llevadera.
España está llena de “listillos”, pero escasa de responsables. Todavía parece vigente, como arraigada fuertemente a nuestra idiosincrasia, la personalidad del pícaro, a quien, subconscientemente –pese a su inclinación eminentemente antisocial- todavía valoramos riendo sus gracias y tejemanejes, como al bufón que representase, en el fondo, la figura que a todos nos hubiese gustado ser.
Sin desconocer, ni callar, nuestras grandes virtudes –más solitarias, desde luego, que comunitarias- lo que nos falta a los españoles es una cultura de grupo, una cultura social, y un adiestramiento hacia el conforme fluir de las cosas, no de cada uno, sino de aquel que se refiera a la educación en las relaciones del grupo humano.
Por ello se hacen imprescindibles las iniciativas que promuevan, faciliten y proporcionen a las masas la posibilidad de unificar y suavizar su comportamiento colectivo. Y esto, repito, sólo se conseguirá previa una disciplina de la mente a través de insistentes refinamientos de la sensibilidad. La cultura es la única que, salvando y fortaleciendo las peculiaridades individuales, puede crear una nueva psicología que nos acomode a las necesidades elementales de una colectividad.
La música, el teatro, la poesía, la literatura, y en general los alicientes del espíritu, son algo que por favorecer la formación intelectual del hombre, deberían entregarse a manos llenas, por quien corresponda, como un regalo, como una necesidad. Lo mismo que si al desencadenarse una gravísima epidemia de tifus se repartieran vacunas a troche y moche, igualmente se debería ofrecer la cultura, como la única salvación para corregir la mentalidad torcida y agreste de un pueblo que necesita algo menos de machismo y mucho más sentido cívico del comportamiento.
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