30 noviembre 1977
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Ilustración G. Guinea |
La pancarta que la otra tarde llevaban los jubilados, en su manifestación un poco entristecida, llena de ese desengaño definitivo que a las cosas de esta vida presta ya la experiencia, decía algo tan escueto y solemne como esto: “Solamente pedimos justicia”. Yo no sé si esta frase fue ideada por un anciano o se preparó por un equipo de spots publicitarios. Pienso más en esto último, porque es difícil suponer una ilusión tan juvenil en una mente ya cargada de años. Creer en la justicia humana, pasados ya los cincuenta años, es algo que resulta costoso de comprender. Y aún cuando el ánimo optimista apure hasta el máximo su deseo de pervivir, lo cierto es que al llegar más allá de ese límite que perfila la última juventud, las esperanzas en que triunfe un día la justicia se van poco a poco apagando. No ciertamente el ideal de justicia, que este permanecerá incólume, sino el desencanto por no verle impuesto con verdadero imperio en la diaria realidad de la vida.
Cuando los jubilados pedían justicia, no sé yo, pues, si estaban muy convencidos de que se la otorgasen. Y, sin embargo, la obligación de una sociedad que se estima evolucionada, consciente de sus deberes, culta y responsable con sus mayores, con aquellos que han entrado en la edad de la despedida, y que han sido predecesores nuestros en la lucha y en el destino de un futuro, la obligación, digo, es corresponder a su situación con unas atenciones que estimo, por lo que conozco, no alcanzan a cubrir las más elementales necesidades. Cuando se es joven, cuando la fuerza y la seguridad acompañan a uno, cuando se ve muy lejos, neblinosa y casi extraña, la edad de las frustraciones, es difícil imaginar cómo pueden ser los últimos años de una vida. Y sin embargo ellos llegarán, por propia naturaleza, a un apartamiento que sólo la comprensión y la bondad podrán paliar.
Todas las sociedades cultas hace mucho que atienden los problemas de la vejez, haciendo ésta lo más acogedora posible, y eso a costa de los sacrificios o de las renuncias que a lo superfluo deben de hacer las otras edades en situación de mayor seguridad. Cuando los jubilados pedían “solamente justicia”, querían decirnos que sabían perfectamente –lo mismo que nosotros, lo mismo que toda la sociedad española- que sus derechos no están ni satisfactoria ni justamente cumplidos, que pasó ya la época en que a los viejos se les dejaba morir en la soledad y el abandono, porque hasta que la muerte llegue, la vejez –depositaria de la experiencia- tiene aún mucho que decir y bastante que enseñarnos. La sabia Atenas tenía un Consejo, para la perfección de su Gobierno, no de niños zangolotinos, sino de ancianos venerables. Todos los pueblos que basan su equilibrio y organización no en la fuerza, sino en la mente, respetan, atienden y cuidan a sus viejos, porque en todo momento se les necesita. Pensar que sólo la juventud o la media edad pueden llevar con éxito la compleja estructura de las sociedades actuales, es una equivocación lamentable. Demos pues a los ancianos lo que les corresponde, no con la disposición de una limosna, sino con la obligatoriedad de un derecho.
Claro que, aunque ellos digan que sólo solicitan justicia ¡ahí es nada lo que han ido a exigir! Porque cuando la justicia venga –si es que viene algún día- a establecer sus reales en este mundo estúpido, frío y absurdo, vendrán con ella, como compañeros inseparables, la comprensión, el amor, la bondad y la alegría. Y esto es pensar con demasiada belleza. La justicia, como todos los valores abstractos, es algo que se queda allá arriba. De nubes abajo, sólo llega de ella un reflejo que nos permite tan sólo intuirla, pero pocas veces realizarla. Por eso, al ver la pancarta de los jubilados, me di cuenta que pedían algo que excedía en mucho las posibilidades que esta tierra ofrece. La injusticia aquí tiene un camino fácil; la justicia, sin embargo, lo tiene difícil, tortuoso e intransitable. Y sin embargo es preciso que seamos capaces de implantarla, porque aún es posible conseguir, en cada caso particular, acercar lo absoluto a lo concreto y hacer de la vida un campo de experiencia y de perfeccionamiento. Estoy seguro que, aún dentro del pesimismo fundamental que el camino de la vida otorga, la buena voluntad puede conseguir que esa justicia que los jubilados piden se cumpla al máximo, mejorando una situación que se nos antoja triste y desesperada(92).
(92) Nota actual: En estos años entre el 77 y el de 2011, las manifestaciones públicas –derecho paradigmático de las democracias- han sido en toda España, y también en Cantabria, numerosas, pero, en general de muy poca concurrencia. Pero es gracioso comprobar que, de hecho, sirven para muy poco. Se han organizado por muy diversas causas y razones: por despidos de obreros, con resultados casi siempre negativos; para pedir hospitales (algunas veces, pocas, con cierto éxito); para protestar por la instalación de industrias contraproducentes a la salud (“por este oído me entra y por este otro me sale”); para que no se pongan aerogeneradores (“si no quieres caldo, taza y media”); para que no les derriben sus casas o para que se les indemnice (“lo que dicta un juez, lo resuelve un parlamento”). . .y por tantas cosas más que los gobernantes siempre aseguran que se arreglarán (Y dentro de un mes, otra manifestación para pedir lo mismo). Pero mal estábamos en 1977, si los ancianos y jubilados, en vez de estar sentados, con sus cachavas, en los jardines de Pereda, se atreven a salir con su pancarta para pedir solamente Justicia.
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