Carmen Castro: una naturalidad que se nos va

22 Septiembre 1976

 

Ilustración G. Guinea
  Carmen Castro, la directora del museo de Solana, en Queveda, acaba de ser homenajeada por sus más íntimos amigos, como demostración de su bien hacer durante el tiempo que, desde su fundación, ha regido un centro que pronto adquirió importancia como creador de ambientes artísticos, tan escasos en esta desolada provincia.

  Pero no sólo se le agradecen los servicios prestados en este sentido, que ello resultaría un tanto mezquino e interesado, sino que se ha querido valorar en tal homenaje, algo que está muy por encima de actuaciones más o menos acertadas. A Carmen Castro se le reconoce, sobre todo, su bondad, su simpatía, su espíritu abierto, su verdadera democracia, atendiendo a todos, haciéndose humana, tratando con igual afecto y dedicación a unos y otros, sacrificando horas suyas por el bien o las atenciones a los demás, sin marcar diferencias, y siempre con una alegría natural que sale del corazón y no de la cabeza previsora de ventajas.

  Carmen Castro, asturiana con dejes catalanes, cayó en Queveda para dirigir una empresa de arte y cultura que ella ha sabido llevar sin aspavientos ni dobleces. ¡Qué magnífica lección para quienes, proclamando su intelectualidad o su literaria disposición hacia la cultura, obran con la ruindad de unos celos manifiestamente egoístas y taponan con sus actitudes egocentristas la posibilidad del triunfo de los demás!

  Carmen Castro abrió de par en par las ventanas de la torre de la Beltraneja, para que entrase a raudales el sol de la amistad, y sus puertas, su bella solana, su sala de conferencias, se hicieron paso y ámbito de todos. Y si no hizo más fue porque no pudo, porque los límites y los alcances de un museo, apartado prácticamente de los núcleos de abundante población, no le permitieron demasiadas cosas. Pero consiguió lo que parecía imposible: mantener algo que todos creíamos, al crearse, que iba a ser algo muerto y efímero. Conferenciantes de la talla de Cela, exposiciones variadas, recitales, cenáculos de cultura, diversísimos aspectos encontraron aquí acogida, al amparo de la sonrisa siempre amable de Carmen Castro, y podemos decir, aunque algún día pueda el museo desaparecer, que ¡ojalá así no sea!, que en el poco tiempo que lleva de vida ha creado ya un capítulo historiable en el quehacer de la cultura santanderina de estos últimos años.

  Yo le doy a ella el mérito, porque supo ganarse la confianza de muchos y provocó el estímulo de otros, tan sencillamente, que casi ella ni cuenta se daba del especial atractivo que provocaba. De personas así, como Carmen Castro, estamos necesitados, carentes de ampulosidades, llenas de vida sana y sin recovecos intelectualistas, naturales y espontáneas, que no puedan ocultar ni sus virtudes ni sus defectos, apasionadas, y fundamentalmente buenas. Porque lo demás, lo que ahora tan abundantemente se nos da, que son parlanchines, pedantes, resentidos, maquiavélicos de envidia, hombrecillos orgullosos de su medianía, pequeños insinceros de ideales que ni sienten ni practican, esos ya están suficientemente desenmascarados y sabemos que sólo negación y ruina viene con ellos.

 Sólo la verdad produce verdades, y Carmen Castro, en ella misma y en su museo, fue una auténtica verdad que todos reconocemos.

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