12 noviembre 1975
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Ilustración G. Guinea |
Pues bien, pese a nuestra presunción de generaciones superavanzadas, de vuelta de tantos prejuicios y mojigaterías que creemos haber erradicado de las anteriores, resulta que no hemos adelantado ni un tanto así en algo que parece el abecé de todo lenguaje estructurado de acuerdo con la más primitiva –no digo ya selecta- dignidad. Porque la dignidad es un producto de la cultura y de la historia, y el ser digno es algo que le debería de venir dado al hombre desde su nacimiento como un bautismo de nobleza, pero que en muy pocos años, se suele lanzar como lastre para ascender a niveles más productivos y aparentes. No se por qué, la dignidad es algo que se compra y se vende –más se vende- en beneficio de nuestros intereses materiales. Pero en algo sí que hemos avanzado: en disfrazar nuestra indignidad, en ocultarla a la apariencia, en disimularla. A esto lo llamamos muy frecuentemente ser diplomático, cuando no ser inteligente, que ya es el colmo de la confusión de los valores.
El ser inteligente, queridos radioyentes, no es, ni puede ser el taimado, el provocador en la sombra, el agazapado, el calumniador, el farsante. Todas estas son actitudes y defensas de los débiles mentales y pusilánimes. Esto es lo que antes se consideraba bazofia despreciable –desde el fariseo del evangelio hasta el Vellido Dolfos, del Romancero- y que hoy, aprovechando las circunstancias de un mundo que pierde su brújula, quiere suplantar, engañando, a los auténticos valores. A ver si dejamos de ser ingenuos y desenmascaramos a todos estos lobos que se nos presentan disfrazados de beatísimos corderos. Volvamos a apreciar los hechos como superiores a las palabras y a las ideas jamás practicadas. La fuerza más denigrante no es precisamente el puñetazo directo, sino el tiro amparado en la sombra. A la sociedad actual le sobran francotiradores. Si de verdad queremos hacer un mundo mejor lo primero que tendremos que fijar es el estado auténtico de cada hombre y la medida de su valor humano. Los reptiles siempre llevan en los zoológicos la clara determinación de su especie, para nunca poderlos confundir con palomas. Pongamos de una vez a la nobleza, a la dignidad, a la honestidad profunda, a la sinceridad descarnada (sin tapujos ni acomodaticias concesiones), a la verdad, en una palabra, por encima de toda mal entendida inteligencia. No podemos hacer de la vida humana un gallinero oscuro y ensordecedor, porque así es como estamos llamando al zorro. La verdad es silencio y luz. Es la única forma de oír y ver claramente todas las cosas. La verdad es el mayor signo de la inteligencia y de la cultura. El tergiversarla por conseguir beneficio propio, predominio en la lucha o vengativo arreglo de cuentas, es regresar a la sociedad instintiva de la que la civilización, desde hace muchos miles de años, pretende liberarse.
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