Respetar “lo viejo”

19 de noviembre de 1975


Ilustración G. Guinea
   Nuestra provincia es un mundo casi desconocido en cuanto a restos monumentales y artísticos. Llevamos muchos años recorriéndola y todavía este es el día que siempre nos depara algo nuevo valioso. Los reducidos y abundantes valles parece que se confabulan para ocultarnos sus pequeñas maravillas, porque en los rincones más aparentemente apartados aparece una ermita, un puente, una portalada, escondidas entre árboles, tapados casi por la maleza, pero testigos de un pasado, quizás humilde, pero elocuente. Recorrer los estrechos caminos, que muchas veces no sabemos a dónde van, las veredas que trepan monte arriba, es siempre un deporte que compensa, pues al final es muy posible hallar el detalle inesperado, el rincón apacible de una ermituca entre encinas, la casona solitaria ya semiarruinada, el humilladero pobre, la torre abandonada desde hace siglos.

   El valor artístico y etnográfico de nuestra provincia no está, por lo general, en espectaculares edificios, sino en sus miles minucias cargadas de enormes resonancias estéticas, populares. El tiempo, al pasar, al transcurrir sin reposo, va cargando a las cosas de emociones no descriptibles ni explicables. El tiempo da a las piedras, y a los parajes especiales, atributos a veces conmovedores. La edad no sólo curte a los hombres, exterior e interiormente, sino que valora también a las cosas, las acomoda, las encaja, las circunda de un ambiente en donde se apercibe el poso paciente de los años. Es un cierto color de los sillares, como un tostado de sol y viento; es el musguillo oscuro que tiñe a las tejas; es la yedra que se incrusta en las ranuras; es el tono ennoblecido de la madera. Es un alma, en fin, que, por muy mísero que sea el edificio, le ha impregnado de un no se qué de respeto y nobleza. Todos estos humildes recuerdos del pasado, son como las reliquias ocultas de nuestra historia y de nuestra cultura; son la prueba de un modo de vida y de un estilo de sentimiento que es el que nos ha hecho ser como somos. Y así el día que los destruyamos, pensando que no son nada, habremos asesinado al tiempo; habremos arrancado de nuestro lado auténticas ejecutorias que nos enlazaban a las generaciones precedentes, y entonces nos quedaremos sin ese documento aclarador que nos ilustra de donde venimos.

   La cultura lleva, dentro de su propia definición, la necesidad de transmisión y de conservación. Si no se transmite de una generación a otra, y ésta última no conserva aquello que ha heredado, las culturas van camino de su disgregación y desaparición. Todas las civilizaciones humanas se han basado en estos principios que conforman el progreso. La destrucción es un hecho anticultural y antiprogresivo. A ver, queridos radioyentes, cuando dejamos de creer, como muchos creen, que el progreso se cimenta en arrasar el pasado. Esta idea es ahora muy corriente y la enarbolan quienes –desconocedores de la misma esencia de la cultura- creen que un edificio viejo, por ejemplo, es la vergüenza testimonial de un pasado de miseria que hay que borrar para así montar un nuevo esquema de desarrollo.

   Sólo los pueblos civilizados y progresivos saben conservar. Santander, que está entre ellos, debería de tener más cuidado en mantener esos restos humildes cargados de historia, de arte y de valor etnográfico. Respetemos para siempre, mimándolas y cuidándolas, las pequeñas ermitas de nuestros valles, los viejos puentes, los evocadores humilladeros (ya pocos quedan), las nobles casas con sus altivos escudos, las portaladas, las cruces de término, las iglesias, por pobres que sean, donde todavía, como en un cofre, se guardan tantos recuerdos de otros tiempos distintos.

   Y esta defensa deberá nacer, y primordialmente, en aquellos que conocen y viven todavía muy de cerca cada uno de estos vestigios, es decir, el mismo pueblo(27).


(27)Nota actual: Algo se ha progresado en la concienciación sobre la defensa de nuestras antigüedades, pero creo que todavía puede estar muy vigente el respeto hacia lo viejo. Bien recientemente, y por impulsos industriales, se ha mancillado, o se quiere mancillar, nuestra particular Numancia Cántabra, en el municipio de Celada Marlantes. Y eso con la aquiescencia del gobierno de turno, y de la miserable ambición de algunos alcaldes del bienaventurado “pueblo llano”.

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