10 de diciembre de 1975
Ya os lo he dicho otras veces. Nuestros clásicos suelen ser olvidados. Nuestros mejores escritores de siempre, los que ha ido seleccionando por el más exigente decantador de los valores permanentes, el tiempo, están siendo marginados en el interés de los lectores de nuestros días. ¿Por qué? La época actual creo yo que tiene un gran defecto, o varios, para ser más sincero, pero el más destacado puede ser, quizás, el de querer desprenderse del pasado pretendiendo así minimizar los valores de las precedentes generaciones. Hoy es normal atenerse casi solamente a la actual, sin saber encontrar alicientes para la vida en todo aquello que con su trabajo y su inteligencia nos han dejado nuestros antepasados. No pretendo, naturalmente, pensar que lo acertado ha de ser vivir con el ancla clavada en la historia y dejar la nave del tiempo inmóvil en las aguas de los recuerdos. No, no es eso, ni mucho menos. Cada época tiene su actualidad que no puede soslayarse, porque ella es la vida, y es la creación, que siempre es imparable. El hombre, a pesar de su aparente invariabilidad, se está haciendo continuamente en este impresionante y paciente misterio que es la evolución. Querer parar el carro regodeándose con el paisaje ya recorrido es absurdo, pero lo es tanto más, quizás, mirar solamente adelante sin hilvanar el panorama que va llegando con el que a la espalda se deja. Conectar con el ayer es algo imprescindible para desenvolverse en el hoy.
Por ello, y ante ello, yo quisiera en este momento meditar un poco sobre el abandono en que hoy tenemos a los clásicos. Leemos abundante traducción de autores extranjeros, en muchísimos casos de poca altura, y nos olvidamos del gran e inagotable manantial de los que tenemos en casa. Ahora que somos tan amigos de estadísticas me gustaría saber cuántos españoles de los ahora vivientes han leído el Quijote, cuántos una obra al menos de Calderón y de Lope, y cuántos a Santa Teresa. Estoy seguro que los resultados habrían de ser decepcionantes. ¿Y la juventud? ¿Qué dicen los jóvenes de esto? Se lee mucho –o se dice leer, que es lo más probable- a Marcuse, Bertol Brech, Camus, pero nadie se avergüenza de no haber ni siquiera olfateado La Celestina o de no haber leído una de las obras fundamentales de Unamuno. Porque no sólo se olvidan los clásicos clásicos, los del siglo XVI y XVII, sino los clásicos más próximos. ¿Qué juventud lee hoy a Azorín o a Miró? Ciertamente que, en general, se lee ahora muy poco, pero lo poco que se lee, ¿qué dosis de enjundia y de valor tiene? Privan los fotogramas y los socialogramas, pero escasos son los que se preocupan de buscar la raíz de los problemas humanos en nuestra literatura inmortal. ¿Qué no es divertida? ¿Qué está fuera de época? ¿Acaso el bien decir, el bien hacer, el bien sentir, el bien pensar, el bien ahondar en los problemas y pasiones del hombre, tiene sólo un tiempo especial de vigencia? ¿Por qué hemos de esclavizarnos a las corrientes de moda y hemos de contribuir a favorecer la propaganda del best seller, cuando tantas obras verdaderamente capitales esperan, pacientes y abandonadas, en los anaqueles de las librerías de nuestros padres?(30)
(30)Nota actual: Pienso ahora, en este 2011, que –aunque algo hayan variado las cosas desde 1975, y los lectores sean más numerosos- no creo, sin embargo, que el afán de leer a los clásicos que comentaba en esta charla, pueda haber aumentado. La verdad es que por lo que aprecio a mi alrededor, y sobre todo en los llamados ahora “poderes mediáticos”, no parece que esté el horno para pasteles, y que los clásicos-clásicos siguen en el exilio y en el interés tan sólo de una minoría muy especializada.
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