26 de junio de 1975
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Ilustración G. Guinea |
Los exámenes han venido como todos los años, y como las golondrinas, a su cita ineludible. Aquí están, cargando de tristezas y de remordimientos a los jóvenes y a los niños; dándoles en esa edad (bien lo recuerdo) en que el sol y la llegada del verano tienen una brillantez feliz y prometedora, un barniz de pesadumbre a todas sus alegrías, secándolas así, en su incipiente capullo.
Los exámenes tienen siempre algo de cruel que ensombrece la felicidad de quienes comienzan a saborear el despertar anual de la Naturaleza. Y cuando todo parece apto para vivir (terminación de unos meses largos de estudio, ambiente fulgurante de la luz, calor, playas, montañas, excursiones, etc.), no se a quien, con tan mala pata, se le ocurre inyectar amargura, nerviosismo e intranquilidad, convocando los exámenes.
Vistos así, los exámenes son algo antinatural, depresivo y de pésimo gusto. Porque, además, lo que en último término se va a dilucidar es la inteligencia y el prestigio ante el resto de la sociedad, de la sociedad más próxima, sobre todo: amigos, conocidos, familiares. Y hay en el joven como una especie de acomplejamiento al suspender, que pensamos es totalmente contraproducente para su porvenir y que, a la larga, es muy difícil llegar a desprenderse de él.
Tanto se ha discutido sobre la necesidad o no de los exámenes, que es éste uno de los puntos en que, seguro, no nos pondremos nunca de acuerdo, como tantos otros en la enseñanza. Selectividad universitaria, exámenes de COU, valoraciones, simples tests... ¿qué es lo que, a fin de cuentas, se ha de hacer para saber si un chico sabe y tiene un nivel suficiente de inteligencia para poder seguir nuevos cursos? Yo, la verdad, he sido siempre un escéptico de la psicología cuando a ésta se la consideraba la panacea universal y la aurora boreal que de repente aparece en la oscuridad de unos procedimientos anticuados. Al niño, decían las modernas directrices educativas, no se le debe de tratar así, ni asao, ni exigirle de esta manera, ni de la otra, ni forzarle su libertad, ni someterle a reglas ni a memorias, ni a caligrafías, ni a cuentas, ni a nada de todo aquello que a nosotros nos sometieron.
Y resultaba maravilloso –y extraño, naturalmente- poder suponer que desde ya (como ahora se dice), la juventud iba a aprender sin ningún esfuerzo, jugando con cartones, viendo diapositivas, ejerciendo su absoluta libertad que (era normal en esta carrera de tirar lastre) podía llegar a considerar que el estudio solo debería hacerse cuando se tuviese ganas de ello.
El resultado –lo sabemos quienes nos dedicamos a la enseñanza- ha sido de verdadera lástima. Los tan cacareados procedimientos modernos, no han dado el tan espléndido y esperado resultado. Y las generaciones actuales, en general y salvando las excepciones pertinentes, redactan mal, no saben puntuar, su ortografía es de pena, y si tienen que hablar en un examen sufren lo indecible.
Porque en realidad, toda su enseñanza ha sido demasiado fácil, demasiado libre e incapaz de forjar o asegurar voluntades, y cuando el carácter no se doma se está fallando en la valoración del auténtico pilar en que debe de asentarse: la cultura y la ciencia.
Y ahora, entonando en voz alta o baja el “mea culpa”, la sociedad tendrá que regresar a viejos procedimientos que se marginaron por excesiva adoración de los nuevos, y volver, sin escrúpulos (en tanto no se invente algo mejor) al procedimiento de los exámenes, pero de exámenes auténticos, de arriba abajo, de derecha a izquierda, exámenes lentos y detenidos, pero que son los únicos (aunque puedan parecer crueles y enturbiadores de la felicidad) que podrán darnos la seguridad de que, quien sabe y ha estudiado, tiene derecho a exigir pruebas consistentes y no meras y supuestas evaluaciones más o menos subjetivas(13).
(13)Nota actual: Después de 35 años, la educación no acaba de encarrilarse. Los modernismos y concesiones no han dado resultado, y todavía hay quien añora que no estaba tan mal saberse de memoria la lista de los reyes visigodos…
1 comentarios:
¡Que verdad! ¡Qué tiempos aquellos de preocupaciones y angustias! Porque nadie escarmienta en cabeza ajena, pero si llegamos a saber lo que nos esperaba despúés, hubiesemos seguido examinándonos sin parar...
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