5 de junio de 1975
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Ilustración G. Guinea |
Queridos radioyentes: Hoy mi charla va proyectada hacia un lugar escondido de nuestra provincia. No voy a decir que está entre montañas, porque ello no definiría nada, ya que raro es el pueblo en La Montaña que no tiene la suya. Así que diré más: diré que esta viejísima puebla –así se llamaba en la Edad Media- es casi la misma montaña, puesto que nace de ella tan naturalmente como lo hacen los castaños y los robles que la rodean. Antes se subía hasta su altura por un camino de andadura, útil sólo para personas y caballerías. Así hasta hace muy poco, tan sólo dos años. Ahora ya hay una anchurosa carretera, por cierto muy lamentablemente estropeada a pesar de ser reciente.
No es que traiga yo aquí a esta aldea porque se haya celebrado en ella un acto cultural. Desgraciadamente –o felizmente, quizás, todo es tan relativo- la vida transcurre aquí con un olvido que es casi abandono. Pero un pueblo que ya en el 930 –hace más de un milenio- congregaba a un grupo de religiosas y monjes en ansia infinita de trascendencia, no necesita, ciertamente, aportaciones de cultura, porque él en sí, y sin más, es un cofre maravilloso de cultura.
Hablo, amigos radioyentes, de Piasca, en las montañas de Liébana. Este fin de semana pasado me acercó allí el deseo y la necesidad de estudiar su iglesia. Ya la conocía desde hace tiempo, pero una nueva visita a los rincones donde aún se guardan los primeros síntomas de nuestra historia montañesa, es siempre confortador y apasionante. Máxime si junto a la historia está el arte y, sobre todo, si al tiempo se puede aún encontrar el ser del hombre sin los aditamentos que le da la ridiculez de una sociabilidad mal entendida.
Piasca nos acoge lloviendo, por tanto sin nadie aparente que pudiese atendernos. La señora Juana, la que cuida de la llave del antiquísimo monasterio, hoy parroquia, estaba “a la leña”. Volvió tarde, a las ocho, que son las seis, y apenas ya se veía dentro de la iglesia.
Repetimos al día siguiente, desde las nueve de la mañana, también lloviendo, y no salimos del monumento nada más que para comer. Hemos descrito y fotografiado todo: su portada del Oeste, impresionantemente bella, de cuya escarolada talla emerge un soldado, un lancero, cubierto con su geométrica cota de malla. Y dos leones airados y rugientes, símbolos del pecado y del infierno, imponen con sus mal encaradas actitudes. El color de la piedra es como un pan de pueblo cuando sale del horno. Unamuno llamó a este color de las iglesias románicas “de encendida encarnadura”. Quema casi esta puerta; digo que quema el alma, porque un sin fin de emociones viejísimas le han transmitido una especie de sensibilidad humana. Está todavía por ver si la piedra –cierta piedra- es capaz de humanizarse ante el contacto permanente del hombre. Si es así, o si fuese así, a esta portada de Piasca la veríamos por las tardes, con el sol poniente, latir como un corazón que ya muy pocos escuchan(10).
(10)Nota actual: ¡Piasca! Estoy seguro que todavía seguirá conmoviendo a las personas sensibles de todas las generaciones que vengan.
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