12 de junio de 1975
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Ilustración G. Guinea |
Uno de los libros que yo más releo y que con más gusto saboreo es La Conquista de la Felicidad de Bertrand Russell. A mí -como a todos los humanos, imagino- me ha preocupado siempre la felicidad. Si bien considero que la palabra felicidad no debería existir porque es algo –de llegar a ser- demasiado portentoso, casi inasequible e inconseguible; sin embargo uno no puede menos de intentar aprehender este absoluto. Es, ya lo sabemos, como un “aliguí, aliguí, con la mano no, con la boca sí”, que siempre anhelamos y nunca obtenemos. Pero yo creo que es precisamente en este “tira y afloja” de “déjame que ya llego”, en donde está el secreto de la pseudo-felicidad, porque “felicidad”, “felicidad” sólo la debe de tener Dios.
A lo que Bertrand Russell llama felicidad yo creo que es simplemente “la serenidad”, que es otra cosa distinta, pero que sirve como situación posible de alcanzar por el hombre. Nunca me había preocupado de consultar en nuestro diccionario que entiende éste por felicidad, y al hacerlo, ayer, no me quedé en absoluto conforme con la definición. Dice que es “estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”. Y en su segunda acepción la explica con sinónimos como “satisfacción”, “gusto”, “contento”. No, la verdad, para mí la felicidad es mucho más que todo esto. Yo no soy feliz porque posea un bien, ni porque esté satisfecho o contento. Yo hubiese definido la felicidad como “éxtasis ideal al que aspira el hombre y en el que se creería hallar de tener todas las perfecciones”. Porque para ser feliz, el ser humano habría de sentirse perfecto en todo. Una sola imperfección –y tenemos tantas- es suficiente para hacer imposible la felicidad absoluta. Por eso la considero como “ideal” y la concluyo en “éxtasis”.
Pero quedémonos con este otro sustitutivo, más asequible, y que bien merece luchar por conseguirle: la serenidad; que ya define mejor el diccionario, pues dice que el hombre sereno es el apacible, el sosegado, el que no tiene turbación física o moral.
Pues bien, para conseguir esto, Bertrand Russell, que analiza primero las causas de la desgracia y luego las de la felicidad, ofrece una sencillísima receta con muy pocos ingredientes: “evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo”. Es decir, que si queremos alcanzar la apacibilidad y el sosiego con nosotros mismos lo que tenemos que hacer, simplemente, es darnos a los demás y sentir interés por las cosas que nos rodean. El equilibrio jamás se conseguirá si valoramos excesivamente nuestros aparentes triunfos o fracasos y por ellos intentamos medir la felicidad o la desgracia. Nuestra serenidad ha de fundamentarse en una filosofía que sepa apencar con las deficiencias e imperfecciones inevitables del “yo”, valorar la unicidad irrepetible de cada uno, como algo enormemente poderoso y emocionante, y presentarse ante el mundo, frente a los otros o junto a los otros, con el gesto siempre del afecto comprensivo. Y por encima de todo, extender, amorosamente, un manto de perdón que pueda borrar, o al menos esfumar, tanta insensatez, tanta miseria humana y tanto cinismo como produce la envidia, el afán desbordado de competencia, la ambición de mando y el resentimiento de muchos seres tarados moralmente en la vida, que no han podido nunca, ni podrán, desgraciadamente, alcanzar un grado mínimo de serenidad que les permita aceptar noblemente, y muy por encima de sí mismos, sus insuficiencias individuales que, por falta de meditación y de humildad, no han conseguido ni sabido soportar(11).
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