1 de mayo de 1975
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Ilustración G. Guinea |
El fingimiento es una de las características o uno de los defectos más acusados que proporcionan las sociedades civilizadas. Fingir, disimular, aparentar, es algo que, aunque enraíza en la naturaleza humana, se engrandece por obra y gracia de la misma agrupación en progreso.
La cosa tiene su explicación. El hombre ha llegado a un nivel que le permite conocer perfectamente y valorar cuales son las cualidades positivas que hacen que las personas –determinadas personas- destaquen del barullo de la vulgaridad: el dinero, la presencia de ánimo, la seguridad en sí mismo, el conocimiento o la cultura, la integridad moral, la inteligencia, etc.
No cabe duda que existen personas excepcionales que de “natura”, es decir, por constitución temperamental o desde el nacimiento, son llamadas a destacar gracias a estas virtudes o valores que logran colocarlas en un ámbito de admiración y les dan categoría de arquetipos a imitar.
El Hombre siempre suele buscar la perfección de sí mismo y ansía y envidia todas las notas positivas que ve en sus semejantes y que él desearía tener. Esto, que es, sin duda, una cualidad, cuando se rige dentro de las normas de la verdad y de la sinceridad con uno mismo, puede, sin embargo, ser un gravísimo defecto, si a ello se quiere llegar por la vía falsa y grotesca de la apariencia.
Hay muchas personas que, conocedoras de su imposibilidad de llegar a alcanzar una posición de respeto y admiración en la sociedad, buscan el camino más fácil, que es el del fingimiento de cualidades o situaciones; simulan que tienen dinero, o que son cultos, o valientes o morales y con ello, engañosamente, engañan y se engañan, en un juego de cretinez que, por otra parte, en una sociedad también cretina, puede proporcionar hasta grandes triunfos aparentes.
Cuando esto sucede con la cultura, la cosa adquiere todavía mayor grado de insensatez. Todos sabemos que existen personas absolutamente negadas intelectualmente que, sin embargo, son, eso sí, lo suficientemente despiertas para comprender que la cultura “viste” en sociedad, se lleva, y da como un cierto tono de elegancia mental. Pero como la verdadera cultura cuesta trabajo, horas de sueño, sacrificios y sobre todo entrega sin límites, lo más fácil es tomar el camino de la simulación. No cuesta nada decir que se ha leído a Herman Hess, a Kafka, a Unamuno, a Ortega o a Shakespeare. En realidad, nadie le va a examinar de ello en una conversación de tertulia corriente. Y la impresión que produce en las gentes es verdaderamente conmovedora.
Me contaron el otro día –no sé si será cierta- la anécdota de un veterinario, muy culto él, que en un rasgo de sinceridad inexplicable había dicho a un amigo suyo: Tú no digas nunca que no lees. Ante quienes tratas haz como yo, presume de asiduo lector; déjate de vez en cuando caer por las librerías para hojear las últimas obras publicadas y aprenderte los autores y los títulos.
Solamente el pensar, queridos radioyentes, que se puede llegar a este extremo de deformación produce un cierto vértigo y una no menos cierta pena.
La cultura, señores, pasa siempre por el camino de la verdad. La mentira es la mayor anticultura, sobre todo cuando su finalidad es la apariencia, la presunción o la soberbia.
Lo demás es montar un tinglado de engañifas que, a la larga, sólo a los tontos puede convencer.
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