¿Cómo vamos de cultura?

24 de diciembre de 1975


   De vez en cuando conviene dar un repaso a la situación cultural por la que pasa nuestra ciudad y provincia para que, ante este examen de conciencia, podamos comprobar si aquí, en estas benditas tierras montañesas, vamos a más –como parece debería ser- o a menos, como parece que es. Prescindimos naturalmente de la Universidad, que cumple su servicio haciendo camino lentamente para, con los años, ir adquiriendo esa tradición imprescindible para la creación de los grandes centros de estudio e investigación. Igualmente haremos con la enseñanza oficializada que ha de seguir el rumbo previamente marcado y obligado.

   Nos vamos a referir solamente a aquellas actividades que puedan surgir a veces milagrosamente, en las entidades o sociedades creadas para desenvolver una cultura destinada al pueblo. Desgraciadamente somos en este aspecto una provincia deficitaria, una provincia anclada en una medianía apática, en donde las iniciativas, si surgen, son sin mucho tardar ahogadas por las oposiciones celosas, esos secantes incapaces de hacer nada positivo pero muy duchos y unidos a la hora de deshacer las acciones o empresas que enardecen su envidia, y ponen de manifiesto su impotencia.

   Pero entre tanta inoperancia, justo es excluir en estos momentos la actividad del Ateneo santanderino que ha abierto sus puertas de par en par dejando pasar nuevos aires y ha mostrado, en muy poco tiempo, un espíritu reformista que intenta adaptarse, con éxito, a una sociedad que ya no soportaba viejos moldes y esperaba ese acercamiento y esa nueva ropa. La nueva directiva comprendió muy bien que tenía que elegir entre la muerte o la ilusión desbordada del trabajo, y optó por este último. Jamás, en la historia de nuestro Ateneo, ha habido más cúmulo de planteamientos a corto plazo; ni jamás ha estado el socio más directamente informado, con un auténtico sentido de claridad y democracia. Esta sólo tiene valor y realidad cuando se ejerce, no cuando, para no ejercerla, se predica o se confiesa. Es indudable que el viejo panorama de los Ateneos decimonónicos tenía que acomodarse, para supervivir, a los criterios actuales mucho más movidos y diversos. Felizmente así se está haciendo, prolongar la vida de algo que parecía estaba en trance de agonía inevitable.

   Fuera de este despertar ateneísta poco podemos decir que se proyecta con entidad y método. Asistimos al sueño continuado de entidades antes despiertas e influyentes en nuestra cultura provincial. Es una lástima este ver morir a lo que antes ilusionadamente vivía: la Institución Cultural de Cantabria.

   En música, las sociedades corales, con muchos sacrificios, sufren al recibir la embestida de la indiferencia, tanto en la capital como en la provincia. Nunca –pensamos- Santander ha pasado un momento de decadencia cultural tan manifiesta.

   Pero como, en el fondo, a pesar de nuestras posibles lamentaciones, somos optimistas, queremos suponer que lo que está sucediendo es sólo una espera, en vista a tomar resuello para ejercitar una verdadera política de cultura. Santander no puede, ni debe, ni quiere, creer en esta especie de sopor culpable digno más de un pueblo sin esperanzas que de una sociedad inteligente como la nuestra. Esperemos que el declive que culturalmente existe tenga pronto su crisis y de nuevo podamos ver un renacimiento de esperanzas. Eso será, naturalmente, cuando los santanderinos consigan eliminar de una vez los elementos destructores y disgregadores y se alcance esa colaboración deseada e indispensable entre las personas capacitadas para lograr más que la dispersión y el individualismo una acción conjunta movida por la ilusión, el empeño o la verdadera responsabilidad.
   Cuando esto llegue a suceder –creo que han de pasar años para que suceda- volverá Santander -¡quién lo duda!- a poder decir algo importante y suyo en el concierto general de las provincias españolas. Mientras tanto habremos de conformarnos con vivir cada uno nuestro trabajo personal y poner de nuestra parte esa labor que, en solitario, pueda dar, pasados los años, algo aprovechable a la obligación cultural(32).

(32)Nota actual: Esta charla, pronunciada en las navidades de 1975, recoge, con una indudable desesperanza, un momento que viene a iniciar mis primeros desencantos ante esa esperanza de cambio que, en mi criterio, había de originarse con la ansiada democracia.
Lo cierto fue que, sin embargo, se produce un hecho eminentemente anticultural: una crisis en la Institución Cultural de Cantabria, principal entidad provincial dedicada a estudios históricos, literarios, científicos y artísticos que había sido fundada por la Diputación en 1967, por Pedro Escalante, con la misión de unificar todas las fuerzas culturales que estaban en visible decadencia. En 1974 esta Institución estaba en plena actividad y éxito y fue precisamente en su reconocido auge y siendo la admiración de las demás instituciones regionales de España, cuando se eligió para convulsionarla y eliminarla por las mismas fuerzas culturales que de ella se beneficiaban, algo que resultó verdaderamente incomprensible. Fue destituido su director, que era el del museo, lugar en donde estaba el principal foco de trabajo de toda la Institución, por lo que los jóvenes del Seminario Sautuola y del Instituto de Arte, se negaron a seguir trabajando, ocasionándose así el rapidísimo declive de la espléndida entidad cultural que Escalante había creado. Se modificaron los Estatutos; se suprimieron dos de los ocho Institutos que habían sido creados: el de Arte y el Jurídico (cosa vergonzosa y verdaderamente anticultural) desapareciendo así la titulación que llevaban con los nombres de dos de las más eminentes figuras de la intelectualidad de Cantabria: Juan de Herrera y Rafael de Floranes. También desapareció el nombre de “Torres Quevedo” para el Instituto de Estudios Industriales (no sabemos el por qué suprimieron, no sólo institutos sino el nombre de los cántabros destacados que les honraban) Todos los institutos que existían antes de que ocurriese la crisis, es decir, el año 1974, publicaban en conjunto, en 1974, más de sesenta títulos científicos (véase el índice de publicaciones de la Institución). De todo ello, a estas alturas de 2011 –a pesar de que todos los institutos podían editar sus revistas- sólo quedan vigentes Altamira, del Centro de Estudios Montañeses, entidad que fue en realidad la heredera expirante de la fallida Institución, y Sautuola, del Instituto de Prehistoria y Arqueología. Esta última se mantuvo hasta que este Instituto se desligase de la Diputación, siendo acogido por la Consejería de Cultura. Las de los demás institutos duraron algo, pero murieron con sus revistas. También la Institución Cultural de Cantabria, hasta su decapitación, fue organizadora de cursos anuales formativos que habían nacido en el museo en 1962; y hasta 1975 se hacen múltiples exposiciones, conferencias, un Symposium Internacional de Prehistoria, con la asistencia de los principales investigadores de Europa; los premios nacionales de dibujo Pancho Cossío y María Blanchard y un etcétera que, desde luego, no justificaba –por inoportuna- una de las razones que se atrevieron a alegar que “la crisis se hacía para aumentar la actividad de la Institución”.
La historia de este fracaso cultural, provocado, sin duda, para cortar de raíz lo que estaba dando un excelente resultado –pues en sus seis años de actividad, removió totalmente el deseo cultural en nuestra provincia- es larga y compleja, pues todo se hizo de una manera turbia e incomprensible, en la que no faltaron las consabidas calumnias de “irregularidad económica”, que nunca fueron denunciadas ni manifestadas públicamente, aunque el director destituido, pidiese al entonces presidente de la Diputación su obligación de revelarlas ante todos los miembros reunidos en Junta General.
Espero que otros historiadores cántabros que me sucedan, consigan determinar quien o quienes fueron los “hombres cultos y ocultos” que provocaron esta nefasta crisis. Yo, desde luego, conozco perfectamente sus nombres: unos murieron y otros aún viven, encumbrados unos, y otros silenciosamente callados. Existen, sin embargo, suficientes documentos, cartas, y, sobre todo, jóvenes apasionados que siempre trabajaron sin recibir más que el placer de su entusiasmo, que un día podrán dejar claro, quien fue el motor principal –más o menos ostensible o encubierto- de este verdadero “golpe de estado” que en el primer año de la transición malogró una esperanza cultural, que hoy no ha sido todavía superada.

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