8 octubre 1975
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Ilustración G. Guinea |
Muy de antiguo viene ya –desde que el hombre adquirió su categoría pensante, en los primeros estadios de la evolución- esa su naturaleza imperfecta que le inclina a la maldad, hundiéndose en ella, muchas veces, arrastrado por la fuerza de sus pasiones incontroladas. La Biblia nos presenta ese primer drama entre hermanos –Caín y Abel- en donde la envidia, ciego monstruo que mina las mejores inclinaciones, provoca la escisión hasta alcanzar la cumbre más horripilante del fraticidio. La religión y la cultura han intentado, al paso de los siglos, remoldear la mente humana creando en ella finalismos más trascendentes, de modo y manera que éstos puedan lentamente ahogar esa reminiscencia bestial que todavía late en el hombre. Pero, desgraciadamente, ni la una, ni la otra, sensibilizando con la educación sus potencias positivas, han conseguido eliminar definitivamente ese instinto de brutalidad que, con tanta frecuencia, sigue aflorando en nuestras actuales sociedades.
No hablo ya, por su manifiesto entronque con las anormalidades psíquicas, de la violencia física que intenta imponerse por encima de todas las razones y de todos los derechos. Hablo ahora de otra violencia más sutilmente exhibida, simulada muchas veces con la hipocresía que, nacida de mentes muy generalmente resentidas por sus propios fracasos, mina materialmente la convivencia, socavando los cimientos de las mejores intenciones. La lucha a mandobles, a espadazos, ya no tiene felizmente una aprobación comunitaria. En esto, es cierto, algo hemos adelantado. Pero creo que sus sustitutivos no dejan de ser menos repugnantes y posiblemente más demoledores.
Pero entre todas estas armas que ahora se utilizan para aplacar esas vilezas humanas que se llaman envidia, deseo injusto de prevalencia, predominio económico, etc., una de las más frecuentes, entre personas que incluso pueden pasar entre nosotros como ejemplares, es la calumnia. Calumnia, que algo queda, dice nuestro sabio refranero que conoce muy bien la capacidad de credibilidad que todos tenemos para aceptar, con cierta alegría interna, los defectos del vecino, quizás para compensarnos de los nuestros propios. Pero la calumnia, vicio antisocial y anticultural por excelencia, que algunas veces se queda limitada al inocente chismorreo, otras puede alcanzar verdadero nivel de delito cuando, conscientemente, se plantea como un arma de lucha para eliminar a quienes, por muy diversas razones, nos hacen sombra, disminuyen nuestras pretensiones o se interponen, justa e inocentemente, en nuestro afán de dominio o de resalte. La calumnia es una secreción de las pasiones, conducida por el camino de la cobardía. Generalmente, en el fenómeno de la calumnia, existe un incitador, que planea sin planear, en nombre quizás de la justicia, de la decencia, y hasta contemplando al que va a ser calumniado con un sentido paternalista o fariseicamente humano. Removido así, con aires de legalidad moral, el estercolero de las mezquinas pasiones, la calumnia comienza su oronda vida alcanzando en muy poco tiempo los recovecos más insospechados de la sociedad. El daño que produce es muy difícil, por otra parte, detenerlo o corregirlo. La responsabilidad de los promotores es infinita, porque el calumniador atenta no solamente contra la verdad, sino contra la justicia, la fama y la paz del calumniado.
Hagamos votos, desde este espacio cultural, por la purificación de las conciencias. La cultura, que debe incorporar como la primera de sus conquistas, el respeto a la verdad, precisa repudiar, sin contemplaciones, esta lacra cada vez más extendida y virulenta. Si la lucha entre hombres ha de ser irremediable, no nos dejemos arrastrar, para vencer, por la fácil, pero vergonzosa, vía del desprestigio y de la falsedad. Seamos, al menos, un poco más valientes y menos fementidos. Las únicas armas que el hombre culto debe de manejar en la pretensión, muy justa, de alcanzar sus aspiraciones sociales o científicas son el trabajo y la inteligencia. Dejemos en manos de la vileza lo que siempre ha sido de ella: el engaño, la astucia, la mentira y el último eslabón de esta cadena que es la calumnia. El hombre limpio y seguro de sí mismo jamás podrá recurrir a estas bajas artimañas(23).
(23)Nota actual: ¡Ay, Santo Dios! Hay cosas que no acabarán nunca. Este es un sino que nos acompañará siempre. Como la muerte, está escrito en los genes del hombre.
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