Cada vez más solos

22 de mayo de 1975


Ilustración G. Guinea
  Uno de los grandes defectos de nuestra época contemporánea, actual, es la indiferencia, cada vez más denigrante, hacia los problemas de los demás; en una palabra, el egoísmo. Naturalmente que siempre ha existido el egoísmo; negarlo sería desconocer la manifestación más grosera del instinto de conservación, pero lo cierto es que nunca el hombre ha conseguido ser más instintivo que ahora en este aspecto.

     Uno creía (uno creía tantas cosas que ya no cree) que la cultura, la educación, los principios morales, eran capaces de controlar esta fuerza, y que la obligada convivencia social exigiría cada vez más dosis de desprendimiento que hiciese soportable el continuo roce que producen las apetencias y los deseos individuales. Pero no, no es así: cuanta más gente, cuanta más masa, cuanta más cultura y enseñanza, y cuanto más nivel de vida, resulta que el hombre fabrica también más egoísmo. Y ello, yo creo, por una sencilla razón: el hombre se está hartando de tanto hombre, que es algo como decir que a más especie, menos especias, o a más espacio, menos aromas, o bien a mayor muchedumbre, menos pan.

   El ser humano no es un pozo inagotable de sensibilidad; tiene en esto, como en todo, sus límites. Abarca las preocupaciones de un grupo reducido de personas, se interesa por éstas, las atiende. Pero cuando el hombre se ve arrollado por multitudinarios anónimos con quien no se relaciona y a quien no conoce, su capacidad de amor se aniquila y la frialdad más lejana se impone. Así, hemos pasado de la vida intercomunicativa de las pequeñas aldeas y pueblos, a las gigantescas ciudades donde el hombre es sólo un número y, lo que es peor, un estorbo mutuo. Y así hemos llegado a esa despreocupación inexplicable que en nuestra sociedad puede producirse –y de hecho se produce- de no interesarnos por un semejante que en accidente de carretera está muriendo a nuestro paso.

   Esta pérdida, a todas luces manifiesta, del desinterés por los problemas y las ansiedades de quienes –hombres como nosotros- nos rodean, es necesario que pueda ser detenida, si queremos que todavía perdure un poco del encanto de la relación humana.

   La cultura en esto tiene también su papel importante, como lo tiene la religión y la simple y humanitaria conciencia. La vida, como consecuencia del número cada vez más exorbitante de “vivientes”, se va haciendo difícil; peligra, si seguimos defendiendo sólo nuestro propio “yo”, la imposibilidad de un cambio de sonrisas y la tan ansiada reconciliación va a tener que programarse diariamente. Es triste que se tengan que establecer campañas de humanización, porque esto significa que lo normal es estarnos demoliendo continuamente. Y ello porque hemos perdido, o estamos perdiendo a pasos agigantados, la estructura fundamental para la convivencia: esa vertiente trascendente, muy por encima de toda preferencia individual –la única panacea contra el egoísmo- que era la visión espiritual de la vida.

   Hemos quizás montado una existencia fácil, basada en el goce y en la posesión de las cosas, y se han abandonado, por decapitación consciente, todas aquellas sensibilidades, al parecer despreciables, como la poesía, la amistad, la entrega a los demás, el amor por la naturaleza, que ahora ya vamos viendo que eran la sal imprescindible para dar a la vida esa belleza necesaria para vivirla. Nos hemos quedado sólo con un manojo de cardos y hemos deshojado y destruido las flores que ofrecían el color y la alegría.

   Nuestra situación, pues, está ya bien definida: o rehacemos el ramo de modo y manera que el amor no se sustituya por las asperezas del interés y del egoísmo personal, o nuestro camino quedará ya señalado como el que habrá de llevarnos a la imposibilidad de aguantarnos unos a otros. O ponemos un poco de música en el concierto frío y chillón de las máquinas, o tendremos que conformarnos cada vez más con un aislamiento desolador, que estimo va a ser muy difícil que la humanidad resista.

   La cultura, sin embargo, puede salvarnos, porque el hecho de conocernos ya así, camino de la desesperanza, es el principio de poner remedio a lo que más tarde, con seguridad, dejará de tenerlo(8).

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