Demasiadas necesidades

06 septiembre 1978


Ilustración G. Guinea
  De nuevo con vosotros, mis queridos radioyentes. No sé hasta cuando, pues el trabajo aprieta, y mi tiempo no puede estirarse indefinidamente. La vida actual acucia en sus problemas, y, de tanto dividirnos en actividades, vamos perdiendo lo que realmente debería de ser la ocupación primordial del hombre: el disfrute tranquilo de las horas, tiempo de meditar y de silencio. Sin quererlo nos vemos arrastrados al barullo de las mil inquietudes y, poco a poco, estamos hipotecando nuestra serenidad e incluso nuestros afectos. La vida-actividad está ahogando ese otro sentido del vivir que da la calma y el sosiego. ¿Cuántos podemos estar una hora seguida sentados en la huerta o en el prado viendo sin más caer la tarde rosa? Y sin embargo, allá en mi juventud, todos teníamos un momento de paz. Teníamos un tiempo libre para imaginar, tumbados en la yerba, las mil variaciones de las nubes. Recuerdo que algunas, en esos días que preludiaban tormenta, formaban inmensas esculturas de espuma: el Padre eterno, con los brazos abiertos, como un gran pantocrátor colgado del cielo, justo y amenazador, que se movía lenta, lentísimamente, hasta guardar el sol en sus cabellos. Más tarde, se había transformado en un monstruoso caballo sin patas, que trasponía las cumbres como un Pegaso de la vieja mitología. Sonaban, entonces, las campanas de cualquier iglesia del valle y contestaban otras más lejos, como una comunicación de bronce a bronce. Hoy, apenas se escuchan estos golpes melancólicos de los badajos, y sí el ruido continuo de cientos de motores que transitan enloquecidos por las carreteras. Sería cosa de estudiar el por qué del silencio de las campanas y todo lo que, en consecuencia, ha muerto con este silencio. Sería más importante aún analizar esta situación de desligamiento general de la naturaleza, y la creación de otra ficticia o prefabricada. A veces, pienso qué es lo que van a poder decirnos las nuevas generaciones, formadas y moldeadas entre el cemento y el asfalto, y que jamás han sentido un momento de fusión con los grandes manantiales del misterio. De verdad, que el camino que llevamos, está equivocado, y, lo que es peor, no ha de conducirnos a ninguna parte. Es un camino lleno de llamadas engañosas, de carteles pintarrajeados que anuncian bobalicones pasatiempos, ideados para un aburrimiento general, que desconoce o pulveriza las verdaderas inquietudes del alma humana. Estamos haciendo robots del desencanto, de la insatisfacción o del resentimiento, máquinas humanas que pensarán, programadas, como las lavadoras automáticas; masas de seres, que morirán un día, sin haber experimentado el escalofrío meditado de una noche de luna. Poesía, me diréis. Ensueños inadmisibles y decadentes. El hombre debe de vivir con los pies en la tierra, anotando en su libro de cuentas, el debe y el haber de sus negocios. La verdadera salvación es la economía, es la única vía para su libertad e independencia. Y os diré que es verdad, pero no solo. Cubrir lo necesario para vivir es, sin duda, una aspiración real y positiva. Pero, ¿a qué es a lo que vamos llamando “lo necesario”? Habría que determinar, bien claramente, que la carrera que la humanidad lleva de convertir gran número de cosas superfluas en necesarias, no tiene límite. La cultura, que es la que gradúa los puntos del buen sentido, debería de obligar al consumo a mantenerse en las fronteras precisas de lo necesario. De otra manera, mis queridos radioyentes, no estará lejos el día en que consideremos necesario el establecimiento de una línea de aerobuses diaria a Júpiter, y superfluo, sin embargo, el poder respirar un aire con el oxígeno suficiente para que nuestra vida no se acabe.

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